Incompletamente completo
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El rompecabezas hacía de mi padre presa fácil para que cumpliera mis deseos de mantenerlo cerca. Cautivo y vulnerable solo bastaba enseñarle una de esas piezas amorfas y desamparadas para hipnotizarlo y llevarlo frente a la mesa.
POR MARIANA LEÑERO
Hacer rompecabezas es una de las pasiones que compartí con mi padre desde la infancia. Recuerdo la mesa del centro de la sala con un montón de piececitas desparramadas reclamando su forma original. Mi madre no era partidaria de la actividad, en especial cuando nos llevaba tiempo terminarlos. Sin embargo, le tenía su merecido respeto: ay de ti si te atrevías a pasar un sacudidor y alterar el desorden de piezas bañadas del polvo que se iba acumulando.
El rompecabezas hacía de mi padre presa fácil para que cumpliera mis deseos de mantenerlo cerca. Cautivo y vulnerable solo bastaba enseñarle una de esas piezas amorfas y desamparadas para hipnotizarlo y llevarlo frente a la mesa junto conmigo. Salivando por la búsqueda del placer que trae colocar una pieza, mi padre no podía irse a ningún lado o al menos llegaría tarde a donde tuviera que ir. Lo tenía para mí solita, con su olor a cigarro impregnado por toda su chamarra y sus lentes sucios que aun así le permitían ver hasta el más pequeño detalle. Entre un ¿crees que ésta va aquí?, o ¿viste el moño de la muñeca?…Platicaba con él en silencio. No necesitábamos más, estábamos juntos.
Fue así como empezó nuestra colección de rompecabezas, la mayoría regalados o intercambiados por otros aficionados como nosotros. Uno, dos, tres, cuatro; entre más necesitaba sacar a mi padre de su ensimismado mundo de las letras, la colección aumentaba.
El poder que tienen los rompecabezas es inexplicable. Tal es su magia que fue atrayendo a cada una de mis hermanas y también a las visitas. Haciendo rompecabezas, cada persona que participaba era una pieza amorfa, imperfecta, incompleta dispuesta a completarse con aquellos que estaban comprometidos en la misma tarea. No importaba si la imagen para reconstruir era de esas casitas cursis con lagos y florecitas, o de una pintura impresionista, o de un Ferrari, o de Sponge Bob; todos nos gustaban. Nos cubríamos del dulce manto que trae la complicidad cuando se hacen rompecabezas.
Dejándome en el altar, mi padre y yo nos despedimos no sólo de esta pasión compartida. Nos despedimos también de la cotidianidad que nos unió durante el tiempo que me tocó vivir sola con mis padres antes de casarme.
Cuando mi padre falleció, sentí como una parte del rompecabezas se despedazaba, no habíamos terminado, seguíamos buscando las piezas. Nos faltaban las esquinas, nos faltaba completar la puntita de un pino, encontrar la pieza que completa un ojo, una llanta… Se mezclaron y se perdieron piezas. El rompecabezas estaba incompleto acumulando polvo como tristezas. Por un largo tiempo no quise quitarlo de la mesa como si esperara ver a mi padre bajar calmadamente desde su estudio para ir a poner una pieza más. Esta vez no lo dejaría ir hasta que termináramos, hasta que juntos pudiéramos decir: listo, está completo. Pero lo esperé varias noches y no llegó. Mi madre escondió sacudidores porque ay de nosotras que moviéramos algo y esa fuera la razón por la que no regresara.
Cuando mi padre falleció fue tal el dolor que sólo era capaz de ver lo que faltaba y no lo que llevábamos armado. Me resistía a aceptar que no volvería nunca y que tendría que aprender a querer el rompecabezas incompleto. Incompleto como era y sería siempre desde su partida. Uno no puede poner piezas de un paisaje con florecitas en el rompecabezas del Ferrari rojo. Hay piezas que no embonan. Lo que se quedó incompleto seguirá incompleto como es la vida.
Sé ahora que no llenaré su espacio. No hay piezas que buscar. Ahora puedo ver la imagen del rompecabezas desde lejos. Aun cuando le faltan piezas sé que es un paisaje lleno de flores, secretos, risas, sabiduría, recuerdos, generosidad y amor. Es y será siempre mi rompecabezas incompletamente completo.