Memorias de un Tiempo Irreversible
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Foto: Melissa García Meraz
“El tiempo es una corriente implacable que solo avanza del presente hacia el futuro, sin permitirnos regresar. No había forma de hacerlo volver, y aun si volviese, ya no sería el mismo”.
POR MELISSA GARCÍA MERAZ*
Como cada mañana, se despertó, notó la cama vacía y suspiró. Extendió la mano, por costumbre, Aunque sabía que él ya no estaba, movió la mano sobre la sábana, casi frenética. Al cabo de un momento, se detuvo; se secó las lágrimas que surcaron sus mejillas. La mañana continuaba, como si el dolor no la hubiese rozado y, como siempre, fue a la cocina por una taza de café.
Hacía tiempo que Ricardo se había marchado. A veces, a Isela le costaba recordar sus facciones, su voz… ¿Cómo podía ser? Lo pensaba todo el tiempo, pero los detalles se desdibujaban, se escurrían de su memoria como agua entre sus dedos. Recordaba conversaciones, pero no todas; solo fragmentos. Lo único claro era su sonrisa: esa no cambiaba, no se iba; sin embargo, sus recuerdos eran frágiles, nostálgicos, como hojas arrastradas por el viento. Se acercaba el fin de año y, con él, esa nostalgia se convertía en tristeza; eso era algo que aún no podía evitar.
Hacía tiempo que Ricardo se había marchado, pero su recuerdo persistía, como un eco. Tal vez era el primer año sin él, y la navidad, que parecía ajena al dolor, se convertía en un espejo de las pérdidas acumuladas por el tiempo: los amores perdidos, los padres ausentes, las promesas rotas, las palabras no pronunciadas, los sueños olvidados que se iban juntando como una colección de un álbum apenas estructurado, amortiguadas apenas por el paso de los días. Así era, a ella esta época le había parecido siempre alegre pero quizás no lo era. La finitud de los días ahora le recordaba la inevitabilidad del cambio, de su lucha constante contra el olvido.
Quizás nuestro anhelo de querer que las memorias no se conviertan solo en eso, en recuerdos, que el tiempo no pase, que las cosas no maduren, como madura la tierra, las plantas, las flores, y nos recuerdan lo finito del mundo, lo momentáneo del presente, del amor, y de los momentos que nunca regresan. Pero cómo todo, la finitud del año, el cambio del paisaje nos recuerda la finitud de todas las cosas. En ese momento quiso llorar, pero no pudo, había quizás agotado sus lágrimas. Entendió que lo que trasciende es el recuerdo, la nostalgia, la sonrisa de quién alguna vez amamos y nos amó, junto con la añoranza de las palabras no dichas.
La vida, pensó, no se mide solo en hechos y sucesos. Como dijo Mark Twain, consiste sobre todo en esa tormenta de pensamientos que inunda la mente sin cesar. De recuerdos que se acumulan en la mente y nos invitan a añorar el pasado.
Quizás por eso el otoño siempre fue su estación. Las hojas cambiaban de color, el clima se enfría, y la naturaleza se prepara para el invierno. Era un recordatorio de lo impermanente, de la transición constante que define la vida misma.
Levantó la copa e invitó a la luna, y pensó: con mi sombra somos tres. Pero ella no bebe, solo mi sombra puede acompañarme. No le temía a la muerte, sino al tiempo; a olvidarlo, a olvidarse de sí misma y de la felicidad que alguna vez tuvo, que fue tan efímera, tan momentánea. De la felicidad que tuvo al lado de sus padres, ahora también parte sólo de sus recuerdos, de su época estudiantil, del tiempo sobre el pasto contemplando las nubes mientras fumaba con sus amigas. Los recuerdos se volvieron como las hojas que el otoño tiró para que llegara el invierno.
En ese momento entendió que el otoño no había terminado. Estaba en ese frágil instante de preparación, de aceptación. Porque incluso en la transición más fría, siempre hay un momento para recordar, para sostener el presente antes de dejarlo ir.
El tiempo es una corriente implacable que solo avanza del presente hacia el futuro, sin permitirnos regresar. No había forma de hacerlo volver, y aun si volviese, ya no sería el mismo; ella ya no era la misma. El dolor cambia, transforma, pero también fortalece. En el flujo continuo del tiempo, nos volvemos cautivos, enfrentándonos a la inevitable sensación de pérdida que deja a su paso. A diferencia de la muerte, que no percibimos al llegar, el tiempo nos marca profundamente con las ausencias y los cambios que trae consigo. El tiempo no se detiene, y ella, ahora, era diferente. Cada pérdida, cada desamor, cada persona perdida por muerte o por desdén nos recuerda que solo a través de ellos podemos comprender la intensidad del amor vivido. Aunque no podemos retroceder en el tiempo, encontramos una forma de trascenderlo en la nostalgia, en las memorias que atesoramos al llegar el invierno.
En ese momento pensó que esas memorias, esas conversaciones internas, esas imágenes en su mente donde aún lo recordaba riendo, no se irían como se habían desvanecido tantas otras. Como reflexionaba George Herbert Mead, el pensamiento es social: no pensamos nada para nosotros mismos, sino para compartirlo con los demás, de esta manera, la memoria también es social. Se compone de conversaciones internas, dirigidas a nosotros mismos, pero que buscan resonar en los demás. Nos dirigimos a nuestros seres amados y, en nuestro pensamiento, nos contestamos como pensamos que ellos lo habrían hecho. Como recuerdos que se arremolinan recordó su voz, su tacto, su silueta y su piel. Él siempre estaría en sus recuerdos; quizás no podría regresar a él, al pasado, pero sus memorias resistirían el tiempo y el olvido.
Dejó la copa, tomó su abrigo y tomó su camino sobre la vereda, observó las hojas caídas, los árboles desnudos resistiendo al invierno, abrazando el frío como un preludio de lo que vendrá. Sabía que incluso en el hielo del invierno, la promesa del cambio persistía. Comprendió que el amor trasciende el tiempo y el espacio. Con una sonrisa en los labios y el eco del pasado en su corazón, siguió caminando hacia el futuro, sabiendo que al final del invierno, siempre llega la primavera con nuevas promesas.