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Mariana Leñero Opinión Revista Digital Diciembre 2020

Mi padre en mí

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

Al cumplirse seis años de la muerte del dramaturgo, guionista, novelista y periodista Vicente Leñero –que vivió toda su vida en San Pedro de los Pinos—, su hija Mariana, colaboradora habitual de Libre en el Sur, evoca recuerdos y significancias personales.

POR MARIANA LEÑERO

Hoy, 3 de diciembre, se cumplen 6 años de la muerte de mi padre. Su ausencia dejó un hueco importante en nuestra familia. Lo seguimos recordando y llorando. Pero puedo decir que el dolor se ha colocado en otro lado. En mi caso, lo busco y honro a través de la pantalla blanca en donde escribo mis relatos.  Cada párrafo desea tener un toque de él. Me pongo atenta al recuerdo de sus expresiones dichas en un día cualquiera o escritas en sus libros.

Fui afortunada de tener un padre generoso que estaba dispuesto a revisar mis escritos. Leía los cuentos que inventé de niña, mis reportes de la prepa, mi primera tesis, algunos escritos que publiqué en revistas, mis trabajos de maestría, en fin, todo aquello que yo escribía y que dudaba que estuviera bien escrito.  Con su plumón rojo y su letra clara me ponía flechas y subrayaba errores:

—Frases cortas,  mija, no se te olvide. 

Me gustaba cuando le intrigaba lo que escribía. Mis temas se alejaban de lo que él sabía. Sin embargo le sorprendían y me hacía preguntas. Era curioso y lo fue conmigo.

Hay que confiar en que habrá días que se siente menos la ausencia y que no es necesario recordarlos porque nunca se han ido.

Vicente Leñero. Foto: Jorge Vargas / Cuartoscuro

Dicen que me parezco a mi madre y me siento halagada; sin embargo, con la edad comienzo a sentir también la presencia de mi padre en mí. Está en mis ojos que van desapareciendo por mis párpados caídos y que se enmarcan con mis acentuadas arrugas. Se manifiesta en mi papada, en mis manos venosas y en mis expresiones.

Hay veces que me veo en el espejo y encuentro un cachito de él o quizás es que lo quiero encontrar ahí.  Su presencia está en lo que escribo.  Ya no hay plumones rojos que me corrijan, pero siempre estará el deseo de que se cuele en mis relatos.  Cuando no sé dónde poner un punto o acortar mis oraciones, mi padre se manifiesta en la duda. 

Ahora en mis letras, en mis movimientos, en mis arrugas y mi papada, mi padre está adherido a mí.

A la hora que termino de escribir lo extraño entrañablemente y en esos momentos me duele. Me invade la nostálgica curiosidad de saber qué diría cuando me leyera.

Cuando perdemos a alguien, el corazón se estruja tanto que se queda como el hilo que sostiene un papalote moviéndose con la fuerza del viento y sin saber qué sostienes. Creemos que con ese dolor viviremos para siempre. 

No podré negar que añoraré y extrañaré la presencia de mi padre por el resto de mi vida.  Así pasa con la muerte de un ser querido. Pero si dejamos que el dolor sea parte de nosotros en vez de resistirnos, lograremos dar el siguiente paso. Un paso que se creía imposible de aceptar. Pero se acepta cuando te asumes como humano con pérdidas y cicatrices que no se borrarán.

Al momento de la pérdida todo se ve nublado; el corazón se mantiene abierto con el dolor de los recuerdos. Pero aunque parezca imposible, un día sin darte cuenta el recuerdo se integra en ti como un regalo reconfortante. La persona que se fue comienza a vivir en ti, en otro estado. Me atrevo a decir que en muchas ocasiones es un estado más completo que cuando estaba en vida. Tienes el permiso de inventarle cosas que no estás seguro que haya sido, pero que su esencia te permite representar.   Se manifiesta en lo que uno es y en lo que uno nunca será.

Ahora en mis letras, en mis movimientos, en mis arrugas y mi papada, mi padre está adherido a mí. Ya no le tengo que hablar o tengo que viajar para verlo.  Su presencia me invita a mirar hacia adentro y no hacia afuera. No estoy sola, está como la cadenita guardada en la cartera, como un don, una virtud, una herida, un suspiro. Todo lo que era y lo que fui con él se convierte en presente.

Hay que dejar que el dolor se trasforme y pase. Hay que abrazarlo y dejar de luchar contra él porque te hace miserable. Hay que sabernos humanos y confiar en que habrá días que se siente menos la ausencia y que no es necesario recordarlos porque nunca se han ido.

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