Ciudad de México, noviembre 23, 2024 03:29
Francisco Ortiz Pardo Opinión Revista Digital Agosto 2024

EN AMORES CON LA MORENA / Mi primer amor

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“Vuelvo a hablar de esa niña porque fue gracias a ella que acudo al ritual de cada cuatro años para ver lo que encuentro al azar, adentrarme en el conocimiento de algún deporte y sobresaltarme con la emoción provocada por los Juegos Olímpicos”.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Fui un enamorado precoz, por factores externos. Ocurrió cuando apenas tenía siete años con una niña que me doblaba la edad y de verdad que fue muy de repente, cuando uno todavía no está programado para el amor. Gracias a ella descubrí que existían muchos deportes en el mundo y que una buena parte de ellos se presentaban en unos juegos que les llamaban olímpicos por un vocablo de la antigua Grecia, donde mucho antes se practicaron las hazañas del cuerpo. Ella me heredó la pasión que toca cada cuatro años como algo fugaz, irrepetible, y hermoso por lo mismo. Ver las competencias en directo por la televisión me ha hecho sentir como un privilegiado de primera fila porque no hay más tiempos diferidos que los de las ondas satelitales, de acuerdo con la tecnología de cada época. Aunque es cierto que en esas justas cuentan hasta las milésimas de segundo, mi experiencia ha sido absolutamente presencial, y más cuando mis brincos y alaridos son tan reales como si estuviera en un estadio.

Hay algo pecaminoso en ese primer amor, que me llevó para siempre a resistirme a toda idea monopólica del deporte. Si bien es que mi mayor pasión es el beisbol, y lo considero el más interesante e inteligente dada su complejidad, aquel descubrimiento me vacunó para siempre de las formas simples de ver pasar un balón de una pierna a otra, de una portería a la otra, en lo que se ha convertido un negocio millonario, ultra capitalista y enajenante –no se diga en nuestro país—, que sobrepone la mercadotecnia a la esencia de la sana competencia. Porque puedo ver el futbol pero no le concedo el derecho a la exclusividad.   

Desde muy chavito me aventaba en mi cama para imaginar sumergirme a través de un clavado en la fosa o estirar las piernas como emulando las últimas zancadas de las gestas atléticas, en cámara lenta. O adelantaba las posturas de yoga que practicaría unos años después, levantando el pecho boca abajo, para pegar lo más que pudiera mis empeines a mi espalda media. De aquella niña aprendí a estirar ampliamente mis ingles hacia los lados, con el sueño imposible de alguna vez lograr tocar completamente el suelo. Pero además ella significó mi primer encuentro con la disidencia, cuando me enteré que tuvo que huir de su casa por no estar de acuerdo con lo que la obligaban a hacer. Con razón que su sonrisa era como triste…

Unos años más tarde descubrí en el futbol americano, y por supuesto el beisbol, el gusto de jugar en equipo, así fuese sobre un jardín formado por dos grandes círculos, al que llamábamos “el ocho”. Ambos deportes fueron favoritos en la ciudad antes de que las televisoras impusieran un solo gusto. El beis lo jugábamos con pelotas de esponja que comprábamos en la tiendita de la esquina. En cada juego perdíamos dos o tres, algunas porque volaban hacia algún patio y otras que quedaban atrapadas en lo alto de una palmera. Acudí a escuelas de ambos deportes, y aunque aquella etapa duró poco, en el caso del americano ni siquiera llegué a ponerme el casco, pues pronto apareció mi desacuerdo con la rudeza. En cuanto al beisbol, jugué en ligas menores, en la Mexica, que hasta la fecha tiene su ubicación en Cuemanco. Mi equipo fue Tucanes, cuyo uniforme blanco y amarillo portábamos con orgullo a pesar de ir en el sótano de la tabla; entrenábamos dos días entre semana y jugábamos los partidos en sábado o domingo. Más tarde extendí la práctica del bat y las manoplas con un equipo que formé con amigos del Colegio Madrid, y que jugábamos en la cancha del equipo Vaqueros de Coapa de fut americano o en el “diamante” de las Ranas de la UAM Xochimilco.

Chamaquito me encantaba correr rápido para no dejarme atrapar en el “policías y ladrones”, cuando los niños todavía jugábamos en las calles. Y aunque no tenía la estatura que me fue compensada un tanto por el tiempo y otro por los nutrientes, competí en eliminatorias de alta velocidad en el colegio, particularmente los 100 metros planos, para los juegos inter escolares. Allí fue también la primera vez que logré correr cuatro kilómetros, dando 10 vueltas a la cancha de futbol, cuando iba en la secundaria. En la prepa, el rocanrol me hizo perder el hábito deportivo –pero no la pasión del espectador– que fui a recuperar en las postrimerías del siglo pasado con un temeroso pero emocionante regreso al diamante en un par de equipos de la revista Proceso, donde laboraba, cuando incluso jugamos un partido en el Parque Deportivo del Seguro Social de la colonia Narvarte. Así: como los profesionales. A mediados de mis treinta comencé a correr en los Viveros de Coyoacán; y desde hace 13 años emprendí la práctica del yoga, que aunque no es un deporte formal, aporta aún otro tipo de ejercicios –mentales, espirituales y emocionales– además de un buen acondicionamiento físico, no solo de los músculos sino también de los órganos y glándulas.

Así que vuelvo a hablar de aquella niña, a pesar de haber sido un amor frustrado. Ahora que lo escribo me doy cuenta que fue también ella la que, sin querer, me lanzó con sus acrobacias al gusto por el circo. Y enciendo otra vez la televisión –esa misma que los románticos de otras cosas llamaban “la caja idiota”— y veo lo que encuentro al azar para adentrarme en el conocimiento de alguna disciplina y sus reglas y sobresaltarme con la emoción provocada por los Juegos Olímpicos, esta vez en la ciudad “de todas las esperanzas y de todos los peligros” que es París, como dice el narrador de La favorita del rey, una cinta de Francia, Bélgica y Reino Unido de 2023, dirigida y protagonizada por Maïwenn.

Aquel amor de verano, mi primer amor, se fue como llegó a través de la misma pantalla en blanco y negro de la sencilla televisión sony que tenía en mi recámara. A veces sin embargo, cuando hago posturas y estiramientos de yoga sobre las que no debo estar más que en el “aquí y ahora”, me asaltan en la cabeza esos simpáticos movimientos y los gestos de la pequeña rumana de la que me enamoré a mis siete años. ¿Cómo no haberse enamorado de la “niña perfecta”? Por eso cuando recién la vi trepada en una lancha sobre el Río Sena acompañando a la antorcha, casi me derrito. Yo lo festejo con una sonrisa y un silencioso “gracias, Nadia”.    

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