¿Se nos irá de las manos un nuevo ‘milagro mexicano’?

Imagen: Especial
El 54% del país es desierto, una nueva mina de oro de energía solar, con un gran comprador en el norte ávido de tener energía limpia.
POR ESTEBAN ORTIZ CASTAÑARES
Entre 1960 y 1975, con la creciente demanda de hidrocarburos (usados principalmente en la movilidad, autos, y la producción de energía), además de la creación de la OPEP en 1960 como cartel para controlar el precio del petróleo a nivel mundial, se generó una crisis energética en las naciones desarrolladas del bloque capitalista. Esta situación benefició a nuestro país, generando lo que se llamó el milagro mexicano: ¡dos décadas de crecimiento constante al 6% anual!
Sin embargo, los proyectos de ahorro de energía y la entrada de nuevos países como proveedores de petróleo hicieron que el precio del hidrocarburo se desplomara. A pesar de que López Portillo, presidente en turno, había prometido “defender al peso como un perro”, la realidad se impuso y México entró en un proceso devaluatorio. El precio del dólar, que se había mantenido constante por más de un sexenio (el único que recuerdo que haya sido así), cambió de 23 a 70 pesos en 1982. A partir de ese momento, nuestra moneda entró en un proceso de devaluación constante, y el país en un periodo inflacionario que tardó seis años en controlarse (1988), cuando el dólar ya costaba casi 2,300 pesos y yo terminaba la preparatoria… El país cayó en una crisis crónica de la cual en realidad aún no ha salido.
Cuando todo esto comenzó, yo acababa de entrar a la secundaria y fue una dura enseñanza descubrir que los bienes materiales cambian su valor de acuerdo con la demanda y la oferta. Así como los pasajeros del Titánic, todos los mexicanos nos vimos afectados por una situación que padecíamos, pero no podíamos controlar.
Lo que no veía en esa época es que la necesidad de un bien puede literalmente desaparecer con la irrupción de una nueva tecnología que cambie la forma de hacer las cosas o modifique las necesidades materiales imperantes: un producto con una gran demanda en el pasado pasa a ser utilizado marginalmente o incluso a ya no ser necesario.
Así, un recurso material puede hacer a una nación pobre (si solo depende de él) o rica de la noche a la mañana. Y desgraciadamente, no es posible predecir con precisión a mediano y largo plazo los cambios tecnológicos que generarán nuevas necesidades y harán obsoletas las viejas, ni el momento en que ocurrirán.
Por eso, las riquezas naturales de las naciones deben explotarse y administrarse no solo como bienes limitados que se pueden agotar, sino con la conciencia de que una irrupción tecnológica o una circunstancia mundial, como la llegada de nuevos competidores, puede hacer que ya no se necesiten. Si se utilizan eficientemente, pueden ser una plataforma temporal de crecimiento antes del siguiente cambio tecnológico.
Aunque los cambios en las necesidades mundiales pueden ser lentos, actualmente, con el desarrollo tecnológico acelerado, se están acortando enormemente y, en cuestión de décadas, la manera en que se hacen las cosas –y lo que se necesita para realizarlas– cambian completamente.

Hasta el inicio de la modernidad (¡más de 10,000 años!), la base de la riqueza se definía como la capacidad de producir alimentos (tierra y mano de obra) y contar con instrumentos de intercambio para comerciar (oro y plata). La energía era fundamentalmente mecánica-biológica, generada a través de animales o del ser humano.
Antes del descubrimiento de América, con el crecimiento del comercio, los instrumentos de intercambio, el oro y la plata, empezaron a ser insuficientes para las transacciones y pagos, y se empezaron a utilizar otros productos considerados de valor como objeto de intercambio. Por ejemplo en occidente la sal (de ahí la palabra “salario”) y el ámbar en el norte de Europa. Ahora la sal es un objeto de desperdicio en las plantas desalinizadoras de los países con escasez de agua y el ámbar ha quedado acotado a un segmento de mercado de productos de ornato semipreciosos.
Con el desarrollo de la industrialización (1770-1840), al menos para los países desarrollados, se redujo considerablemente el problema del hambre. El foco mundial era “La Gran Producción”, para poder abastecer a un mercado creciente, que por un comercio cada vez más global, una baja en los costos de producción –por el uso intensivo de máquinas– y una creciente clase media, se veía virtualmente como algo infinito. Cuanto más se producía, el producto se volvía más barato y podía ser adquirido por más gente que lo necesitaba.
La base de esta transformación fue el vapor y la obtención de energía para la alimentación de las máquinas, lo que se volvió uno de los temas de mayor importancia económica en las naciones desarrolladas.
La fuerza animal y el ser humano no podía ser utilizada. El uso de energías naturales, el agua y el viento, a pesar de que se conocían desde hacía miles de años, por su poca movilidad y baja producción de energía, tampoco pudieron ofrecer una alternativa viable.
Una solución inicial fue la madera y el carbón natural, que producían muy poca energía en comparación con lo que se requería. Su extenso uso creó gran parte de la deforestación masiva que actualmente se sigue viendo en el norte de Inglaterra, Escocia e Irlanda.

El carbón mineral, con su gran capacidad energética, fue la base de la revolución industrial. Se convirtió en el oro negro de su época junto con el hierro que se requería, como acero, en un sinnúmero de aplicaciones. Gran parte de la riqueza de las naciones emergentes fue el contar con yacimientos del mineral y la capacidad para extraerlo y comercializarlo. Este fue el caso de Inglaterra, Alemania, Bélgica y Francia.
La segunda revolución industrial (1870-1914) creó máquinas con mayor eficiencia, cambiando su base de energía al petróleo. En esa época apareció el automóvil, que también requería derivados del petróleo (gasolina o diésel) para su operación. Y a pesar de que el carbón perdió valor en su aplicación original, con el segundo gran desarrollo tecnológico de esa revolución, la electricidad, se desplazó a un nuevo gran segmento: la producción eléctrica que, hasta el día de hoy, se sigue utilizando. El 39% de la electricidad en el mundo se genera a través del uso de este mineral.
En el siglo XX, los volúmenes producidos y la integración de distintas naciones en el desarrollo de bienes (muchas de ellas como maquiladoras) empezaron a saturar los mercados, cambiando los paradigmas económicos. El problema dejó de ser ¿cómo producir más? y se convirtió en ¿a quién venderle? Apareció la mercadotecnia y las estrategias de comercialización, que buscaban, como todavía, la manera de incrementar el consumo, aunque en esencia los productos no se requieran.
En este siglo, la revolución de la información nuevamente está cambiando las necesidades del mundo. La base de esta nueva era será la electricidad. Su gran versatilidad para transformarse en energía mecánica (para máquinas, electrodomésticos y autos), en calor y como energía insustituible en los dispositivos electrónicos, demanda cada vez más la creación de nuevas plantas generadoras de esta energía.
En este momento, el 10% de toda la energía eléctrica que se produce en el mundo se utiliza para mantener el internet y los dispositivos digitales interconectados. Pero con la creciente demanda de manejo de datos, criptomonedas e inteligencia artificial, se estima que para el 2030 este consumo crecerá al 30%.
La crisis climática (el calentamiento global) ha hecho que se cuestione la manera de producción de electricidad. Buscando alternativas más ecológicas, se ha generado un crecimiento exponencial principalmente en granjas de celdas fotovoltaicas (generación de electricidad a través de la luz solar), eólicas (generación de electricidad a través del viento), además de las ya muy utilizadas presas de agua.

Los automóviles también se transforman en vehículos eléctricos. Europa, por ejemplo, tiene como objetivo para 2035 la suspensión de la venta de autos de combustión interna (impulsados por gasolina o diésel). Por lo que, de acuerdo a las tendencias, muy probablemente el oro negro (petróleo y carbón) empezará a perder su demanda y valor.
En todos estos procesos de transformación tecnológica, México participó y se benefició de sus riquezas naturales. En la Colonia –un beneficio más bien para España)– el país se volvió potencia económica con la extracción de oro y, sobre todo, plata. En los setenta del siglo pasado, como ya lo mencioné, México vivió un periodo de milagro económico con la venta del petróleo y ahora se presenta una nueva gran oportunidad. El 54% del país es desierto, una nueva mina de oro de energía solar, con un gran comprador en el norte ávido de tener energía limpia.
Cuenta con minerales que se requieren para el desarrollo digital. Está entre los 10 países con mayores reservas de litio en el mundo (material esencial para el desarrollo de baterías eléctricas), y cuenta con grandes yacimientos de molibdeno y manganeso, también muy necesarios para la producción de dispositivos electrónicos. Y además… ¡tenemos una presidenta con doctorado en producción de energías!
Tener una cosa no significa poder aprovecharla; se requiere de un proyecto político de fondo para transformar las oportunidades en hechos. Esperemos que la política nacional y empresarial puedan ver esta gran oportunidad e impulsen a nuestro país a un nuevo milagro mexicano.