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Francisco Ortiz Pardo Opinión Revista Digital Octubre 2022

EN AMORES CON LA MORENA / El otoño de los besos largos

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Un relato de amor de Oporto a Santiago de Compostela, en octubre del 2019

Para Arantxa

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

En la madrugada del 20 de julio de 2022, mientras mi sobrina Lua viajaba rumbo a París, recordé aquella vez en que descubrí lo fácil que es dejarse llevar por el corazón hasta los confines del universo.

Ocurrió cuando invité a Arantxa a desayunar por su cumpleaños en El cardenal y ahí le propuse el juego que primero le produjo la carcajada pero unos pocos sorbos de café más tarde se había convertido en un sueño. De la locura del amor desenfrenado, que es el único que no se intimida ante la razón, surgió el hecho: Que se consiguiera un vuelo a Madrid para fines de septiembre de aquel 2019 y me alcanzara en Oporto al final de un viaje que haría a Portugal con tres amigos entrañables. Y así, de la carita suya de “estas loquito”, llegó la constancia de que es más fácil vivir que escribirlo. Entre una cosa y otra, ella reacomodó lo más básico en sus libreros y yo le regalé un pequeño girasol vivo en una macetita para adornar una nueva vida. Lo que pasa por una flor viva de esta manera es no perenne aun cuando sus pétalos caen a finales de septiembre. 

Francisco Ortiz Pardo y Arantxa Colchero afuera de la Catedral de Santiago.

Así fue como llegado el otoño del 2019 le pusimos un reto al amor líquido de Bauman. Sin gepeeses y sin mapas. Prueba y error. Y los besos más largos que se podrán imaginar. Con todo y maletas nos subimos al campanario de Pontevedra, ese pequeño tesoro medieval cercano a los mares occidentales donde revolotean aquellos moluscos a los que los gallegos atrapan para verter luego en una cacerola repleta de aceite de oliva. El conjuro gastronómico con acento impronunciable que vuelve un misterio el manjar que los parroquianos degustan unos minutos más tarde, sentados bajo las sombrillas de una plaza rodeada de construcciones enanas de piedra, donde entreveran los sorbos de vino con el remojo de la tinta de los pulpos en trozos de pan antiguo y crujiente hecho en horno de leña, tal como se hacía cuando efectivamente no existían las rutas cortas a Santiago de Compostela. Ni cuando los turistas se propusieran la misión de sus vidas ahí donde la España traza su curvatura para convertirse en una península. 

Pontevedra. Foto: Francisco Ortiz Pardo

Como si fuésemos los ingenuos adolescentes de Pájaros de Portugal de Joaquín Sabina, nos encontramos un 6 de octubre en una escena cinematográfica afuera de la estación del tren en Oporto y justo a espaldas de su catedral, ambos monumentos dotados de excelsos muros interiores con figuras en mármol que dan fe del origen romano de una tradición milenaria. Yo deserté por unas horas del equipo de amigos con quienes ya había viajado por diferentes linduras lusitanas para ir a su encuentro. Cambié un paseo a las vides de la Riviera del Duero por tomar con ella el dulzor de la cosecha en las cavas de Vila Nova de Gaia, cruzando el río por el Puente Luis I y poniendo a prueba mi amor –tras el deleite de unas sardinas— cargando su maleta de regreso por la ascendente de 240 escaleras hasta llegar a la vista más hermosa de la ciudad, desde donde se dominan todos los tejados.      

Frente a la catedral de Santiago ocurrió la instantánea que sorprendió al mismo enamoramiento: Las vibraciones la llevaron a recargar su nariz en mi barbilla y a su breve sonrisa le añadió la composición perfecta de sus ojos verdeazules entrecerrados junto a sus hilos de miel.

Llegamos a la gallega Pontevedra al día siguiente en un autobús y allí rentamos un auto Seat León negro al que le explotaríamos 1,300 kilómetros, desde la ruta portuguesa a Santiago de Compostela y de ahí hasta Madrid pasando por Gijón, Santander, San Sebastián y Segovia.

Frente a la catedral de Santiago, cuya construcción inició en el año 823, ocurrió la instantánea que sorprendió al mismo enamoramiento: Las vibraciones la llevaron a recargar su nariz en mi barbilla y a su breve sonrisa de tiernos labios le añadió la composición perfecta de sus ojos verdeazules entrecerrados junto a sus hilos de miel, lo que descongeló la pose clásica de una postal de viaje y derritió el momento en la sangre caliente de nuestros cuerpos. Ya había pasado nuestra euforia de la noche anterior, sin gota de alcohol, cuando la Tuna (que es una agrupación de música antigua comúnmente compuesta por estudiantes universitarios) nos atrajo como obnubilados a una arcada para sumarnos al embrujo del baile entre personas de varias nacionalidades.    

Aunque sin gastar las suelas, el camino de Santiago fue para nosotros uno que se encontraba en medio de lo literalmente inhóspito, largo y sinuoso más que una canción de los Beatles, cerradísimo tanto por la propia estrechez de la carretera de un solo carril como por la neblina que impedía ver a medio metro de distancia, cuando ella de copilota salvó la situación dirigiéndome a 20 kilómetros por hora, donde además había que esquivar baches: “a la izquierda, derecha, derecha, otra vez a la izquierda, derecha…”.

Para completar el sueño, cuando llegamos a la ciudad de los peregrinos de los siglos estacionamos el auto en una callecita llamada “Salvador Allende”. ¿Pues qué no se trataba de Santiago Apóstol, el Grande? Caminamos pocos metros y nos encontramos con un muro –las torres de la catedral descubiertas a lo lejos, iluminadas, alucinantes—, que ponía en inglés: “Lucha por tus derechos”. Ella regresó hacia mí en tanto descubría sonriente que le tomaba una foto.

Aquel otoño apareció el coronavirus en China y pronto cayó sobre Europa. Pero nuestros corazones todavía estaban muy lejos de la tragedia.

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