Ciudad de México, junio 30, 2024 14:57
Francisco Ortiz Pinchetti Opinión

POR LA LIBRE/ Días de lluvia

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“Un recuerdo bien grabado, perteneciente ya a mi adolescencia, es el de las calles del entorno de mi casa en la época de lluvia convertidos en canales, por las que circulaban canoas impulsadas por remos, no precisamente de pescadores…”

POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI

Dice mi hermano José Agustín, que es ocho años mayor que yo, que el día en que nací amaneció lluvioso. Debe haber sido así, porque siempre he tenido un gusto nostálgico por las mañanas con lluvia.

En mis recuerdos infantiles hay un cuartito dedicado a las tardes lluviosas que disfrutaba al salir de la primaria en el Instituto Patria de Polanco, donde teníamos como se usaba clases a mañana y tarde. No importaba mojarse un poco al atravesar el patio para llegar a la puerta de la calle Horacio donde seguramente me esperaba mi padre en su Plymouth azul. O caminar al lado de mi otro  hermano, Humberto, las dos cuadras que nos separaban de la avenida Ejército Nacional, donde pasaba el Circuito Hospitales que en aquel entonces –los años cincuenta—nos llevaba por 30 centavos hasta la avenida Chapultepec donde nace Pedro Antonio de los Santos, a varias cuadras de la casa, que a veces caminábamos y que otras veces transitábamos en un tranvía hasta la esquina de la calle Alumnos.

El Patria. Foto: especial.

Ya en la secundaria, la lluvia nos acompañaba no solo a la escuela, sino también con frecuencia en los partidos nocturnos de béisbol en el ya desaparecido parque del Seguro Social de la avenida Cuauhtémoc,  en Narvarte, y sin falta en las novilladas veraniegas de El Toreo o la Plaza México, que por una razón que nunca he entendido se celebran hasta la fecha  justo en la temporada de lluvias. Por eso y por otras referencias de aquellos años  pienso que estas lluvias que llegan con el verano son parte de mi historia, de mi vida. Y me gustan.

El verano era para mí así de simple: la escuela, los días de campo, las novilladas del domingo, la bicicleta, Chapultepec … y la lluvia

En ese sentido puedo afirmar que el verano es una estación que disfruto, aunque deteste la parte calurosa de esos días insufribles de mayo y parte de junio, que por cierto este año tuvieron la expresión más extremosa que recuerde. Hay que  recordar que en los tiempos que aquí he referido el calendario escolar era distinto y nuestras vacaciones “largas” eran en el otoño-invierno, pues los cursos terminaban en noviembre e iniciaban a principios de febrero, más o menos al parejo del Día de la Candelaria.

Era así que para nosotros verano no era como ahora sinónimo de vacaciones, de descanso, viajes, playa y vagancia. Eso sí, como ocurría con cierta frecuencia, no faltaban los “días al campo”, que no era otra cosa que ir con una canasta de viandas en busca de un lugar con árboles donde sentarnos en el pasto a comer, aunque en realidad estuviéramos dentro de la propia ciudad o si acaso en sus orillas cercanas. Como quiera, era para nosotros una aventura emocionante, en la cual la compañía de nuestros padres era un elemento crucial. Y a menudo muy divertido.

El Desierto de los Leones era uno de esos “lejanos” parajes donde solíamos despacharnos un pollo rostizado con papas fritas. A veces también íbamos a Los Dinamos, por la Magdalena Conteras. Y, de vez en cuando, nos tocaba un “viaje” hasta el lejanísimo Texcoco, para comprar carpas y charales o barbacoa en el mercado e irnos a degustarlos en los linderos del rancho El Batán, en plena campiña,  desafiando a las hormigas rojas que por ahí tenían sus hormigueros y que alguna vez me hicieron víctima de sus agresiones. Años después supimos que ese rancho fue adquirido por Gustavo Díaz Ordaz, que cuya existencia por fortuna ni siquiera sabíamos en aquellos días felices.

El bosque de Chapultepec era parte de nuestro hábitat en esos años. Su cercanía nos permitía acudir a él con frecuencia para andar en bicicleta o para vsitar el zoológico o el parque botánico. De hecho, Humberto y yo lo atravesábamos todos los días para ir a la escuela. Y no era raro en los días de verano que lo hiciéramos bajo una incesante llovizna, protegidos con impermeables tipo “manga” de hule gris oscuro y con gorra.  

Otro recuerdo bien grabado, perteneciente ya a mi adolescencia, es el de las calles del entorno de mi casa convertidos en la época de lluvias en auténticos canales, por las que circulaban canoas impulsadas por remos no precisamente de pescadores… No, no era un sueño producto de la fiebre. Era en efecto parte del paisaje urbano precisamente en estas tardes y noches veraniegas, como ocurrió también en el Centro Histórico durante la inundación del 15 de julio de 1951.

Además de una parte de la avenida Pedro Antonio de los Santos, calles como las de Alumnos, General Antonio León, Gómez Pedraza o Martínez de Castro (donde por cierto y paradójicamente vive hoy mi hermano José Agustín), en la colonia San Miguel Chapultepec, se inundaban de manera tal que sólo era posible transitar por ellas en lanchas, que inclusiva daban servicio de transporte para la gente que tenía que llegar a su casa o ir a comprar víveres en los comercios del rumbo, como la tienda de Don Pifas o “El Cuatro D”. Recuerdo que era frecuente que el jardincito frontal de la casa se anegara y a veces el agua se metiera hasta el garaje.

Una madrugada de verano, por cierto, nuestra casa de dos pisos fue fuertemente sacudida de pronto por un sismo de 7.8 grados que nos despertó sobresaltados. Fue el famoso temblor del 28 de julio de 1957, cuando varios edificios de la ciudad se derrumbaron y el Ángel de la Independencia cayó desde lo alto de su columna en Paseo de la Reforma para estrellarse en las baldosas de la glorieta. Yo tenía 13 años de edad y cursaba el primero de secundaria en el Patria. 

El verano era para mí así de simple: la escuela, los días de campo, las novilladas del domingo, la bicicleta, Chapultepec … y la lluvia.  Válgame.

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