Ciudad de México, abril 20, 2025 18:04
Catalina Villarraga Pico Relatos Revista Digital Abril 2025

Una primavera entre los andes

En esta tierra andina y del sol recto existe el pawkar raymi, una fiesta de colores y florecimiento que se celebra en comunidad el 21 de marzo, día en que inicia el fuego nuevo -o calendario andino-, mushuk nina.

POR CATALINA VILLARAGA PICO

Una rola-chilanga escribiendo desde el sur.

Esta vez, la primavera me ha encontrado en un lugar distinto y algo desconocido o quizá he sido yo quien la ha encontrado en una nueva expresión, que quiero llamar de manera libre y aventurada, la primavera de tullpukuna, chiri y achachay. Libre y aventurada porque soy yo quien la define como primavera, mientras sé que en los andes no se vive en las mismas estaciones conocidas en el norte del planeta.

Ya no en Kichwa, sino en español, me encuentro viviendo una primavera andina de colores, fría y bañada por la lluvia…pero, que trae calor al alma.

Atendiendo a mi alma, creo que nos encontramos mutuamente desde un latir andino que ambas tenemos, que no se dibuja esta vez en el paisaje de los bellos y suaves tonos lilas de las jacarandas que suelo con alegre expectativa hallar en las calles de Ciudad de México, de Querétaro y en mi querida UNAM por esta época del año. Sino que, se dibuja en el paisaje de inmensas montañas onduladas de tonos verdes profundos y claros, con trazos de altos pinos como edificios, flores, musgo y relictos de bosque que se conjugan hermosamente entre cielos de neblina, de tonos azules y grises plomizos. Azules asomados, a veces discretamente y otras de modo pleno, entre esos verdes sobrecogedores. Mientras que, el sol recto aparece de vez en cuando muy regio y muy majo en ese lienzo andino.

En esta tierra andina y del sol recto existe el pawkar raymi, una fiesta de colores y florecimiento que se celebra en comunidad el 21 de marzo, día en que inicia el fuego nuevo -o calendario andino-, mushuk nina. En este día de fiesta se celebra con júbilo la llegada del tiempo nuevo, se celebran los colores, la bendición cosechada de los frutos de la tierra en todo su esplendor, al igual que, la alegría de poder disfrutarlos y compartirlos colectivamente como producto de su trabajo, minga.

Sin saber de esta particular celebración hasta encontrarme en Ecuador, ahora me acompaña la sensación que de alguna manera esa fiesta de colores también alude a la primavera que he experimentado hace unas semanas, mezclada con algunos tintes amazónicos.

Mi arribo al Ecuador significó un primer asombro al encontrar grandes palmeras en tierras andinas -donde está ubicado el aeropuerto- y luego una mezcla de emociones que me llevaban de lo desconocido a lo familiar y otra vez de regreso.

Por cierto, la causa de mi primer asombro se despejó al enterarme de que en el Ecuador -siendo país mega-biodiverso- existen más de un centenar de palmeras nativas y una veintena de ellas en peligro de extinción. La mayoría presentes en la Amazonía Ecuatoriana, pero otras, presentes en suelos andinos.

Sin embargo, la sensación de familiaridad que me conectaba con el nuevo lugar al que aterricé, me resultaba algo extraña y no se revelaba a mí claramente. Al pasar de los días, noté que el paisaje imponente de la montaña, sus cielos, el frío y la lluvia me susurraban acerca de mis raíces andinas, pero también, de la esencia tropical que extrañaba y hay en mí, como lo hay en el Ecuador mismo. ¡Una dupla única y maravillosa, que conforma parte de mi identidad con todas las complejidades y desafíos que eso puede suponer!

Con delicadeza y gracia, la conexión trascendió al lugar, siguió creciendo y ha florecido en forma de nuevas personas conocidas, amistades encontradas, risas, charlas, reflexiones y comidas compartidas.

Por ese camino aprendí, no sólo a disfrutar sino a preparar lo bolones de verde y los muchines; así conocí qué son las humitas, los chochos, la fanesca, los mellocos, el salak y las menestras.

Con delicadeza y gozo, la primavera andina de tullpukuna, chiri y achachay encendió poco a poco un fuego nuevo, nina, inspirador de escucha y atención interna; obsequiándole varias pinceladas de color y calor a mi alma, mientras me regalaba conexiones divinas para cumplir con alegre esperanza mi propósito de viaje.

Como las pinceladas conmovedoras del grande Oswaldo Guayasamín, que, al verlas en todo su esplendor, me afirman ese lazo andino y profundamente humano que nos une y nos teje en el alma. Un lazo como tejido por esas manos expresivas y alargadas que nos regaló en sus obras, las de la ternura y las más cercanas al horror humano también.

Mientras escribo y escucho la lluvia caer en esta tierra, en donde se escuchan mirlas y gorriones al amanecer, en lugar de los pinzones mexicanos o los tepetateros con su particular cantar; me doy cuenta, que una parte de mi identidad también resuena en otro lugar cruzando la mitad del mundo, arriba hacia el norte, con Mēxihco, el ombligo de la luna donde la silueta de un conejo se aparece bellamente cuando hay luna llena.

Entonces, con pleno agradecimiento de la experiencia vivida en mi primavera entre los andes de la tierra del sol recto, Ki-toh, libre y aventurada, reconozco que, sí, soy de cordillera y tropical, al igual que está en mí el ombligo de la luna.

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