Recuerdos y añoranzas de una benitojuarense
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Mi mayor vínculo cotidiano y emocional con la demarcación de la Benito Juárez se anudó en los años maravillosos de mi paso por el periódico Reforma.
POR IVONNE MELGAR
Soy una coyoacanense felizmente fronteriza con la Benito Juárez, una delegación que amo porque al pronunciarla pienso en los baños de sol de nuestro primer hijo, Santiago, en la azotea del edificio.
Habíamos vivido siempre al sur más sur de la Ciudad de México: en la Campestre Churubusco; por Xotepingo; en las colonias Educación y Centinela; en la avenida Hidalgo que lleva a la Plaza de los Coyotes; en la Unidad Latinoamericana, a unos pasos del Metro Copilco, y en la Unidad Modelo, en Iztapalapa.
Siendo estudiante del CCH iba temprano a nadar a la generosa Alberca Olímpica. Y durante la estancia universitaria ahí y en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales hicimos de la Cineteca Nacional nuestro principal punto de entretenimiento. Pero en esos tiempos no era consciente de la delimitación capitalina. Fue hasta nuestra llegada a la Avenida México Coyoacán, casi esquina con el Eje 8, al inaugurar nuestra maternidad, con el nacimiento de Santi, donde comprendí las peculiaridades de esa zona chilanga, acaso cuando fuimos al Registro Civil para dar cuenta del nuevo integrante de la familia.
Aunque para el nacimiento de nuestro segundo hijo, Sebastián, volvimos a los rumbos universitarios, a la hora de obtener su acta de nacimiento optamos nuevamente por la delegación del Parque de Los Venados, el inevitable referente de una tarde de juegos.
Tengo las sonrisas de Pablo Moreno, mi ahijado, y de nuestros dos niños, impresas en la más dulce postal de una rueda de caballitos, en ese momento en que el inicio de una noche sabatina se asemeja a la madrugada. Sus carcajadas resuenan como esa alegría que se vuelve infinita y eterna una vez que aprendemos que nada es para siempre.
Pero mi mayor vínculo cotidiano y emocional con la demarcación de la Benito Juárez se anudó en los años maravillosos de mi paso por el periódico Reforma, alojado en una sede arquitectónicamente controvertida, pero personal y políticamente inobjetable.
Ingresé al diario en 1997 encontrando a un equipo de jóvenes muy talentosos y entregados al ejercicio periodístico, conducidos por otros colegas y brillantes administradores de tantos egos juntos. Aprendí mucho de la importancia de la rendición de cuentas y del escudriñamiento del poder.
Ahí, en medio de una redacción vital, chispeante, movilizada por el hambre periodística insaciable de Roberto Zamarripa, atestiguamos la primera alternancia partidista en el gobierno, con la llegada de Vicente Fox a la Presidencia de la República y Cuauhtémoc Cárdenas a la jefatura del entonces Distrito Federal.
Fueron nueve años de intensa convivencia y construcción de memoria colectiva a través de reportajes, notas, crónicas y entrevistas confeccionadas durante largas jornadas laborales interrumpidas para el ritual de la comida en compañía, una vez que dejábamos listos “en el sistema” nuestros sagrados adelantos, ese breve -y a veces no tan breve- esbozo de la información que habremos de desplegar en un texto.
Uno de los lugares favoritos que en esos años también se convirtió en punto familiar en fines de semana fue el Mercado de Santa Cruz Atoyac, donde a los chilaquiles y las enchiladas se sumaban unos explosivos licuados de fruta.
Y si era día de pago íbamos a la mejor comida china de esta ciudad, el icónico Chon Pou, donde hacían una ensalada de lechuga, zanahoria y papas fritas con harta mayonesa, una combinación que se quedó en el menú de las añoranzas familiares, porque un día los dueños del restaurante decidieron descontinuar aquel platillo.
En esos años, finales de los noventa, principios del nuevo milenio, emergieron en la Ciudad de México las primeras barras de café. Era una franquicia con una sucursal sobre avenida Universidad, a la que salíamos de vez en vez por la bebida vespertina.
Hubo un tramo de feliz coincidencia con mi amiga Rosa Elvira Vargas del periódico La Jornada en la cobertura de las actividades presidenciales. Así que como nuestros medios eran vecinos, cuando regresamos de las giras nacionales y algunas internacionales, ella me daba un aventón. En nuestro trayecto desde el Aeropuerto Internacional hacia la Santa Cruz Atoyac íbamos armando el rompecabezas de la coyuntura y para tomar vuelo en la redacción de nuestras notas pendientes, antes de despedirnos, pasábamos por un frapuccino al Pabellón Del Valle.
Y como la cotidianeidad geográfica se impone en el consumo, en esa zona organizamos las fiestas infantiles en un extinto y entonces de moda Salón Princess; descubrimos una de las más deliciosas fondas chilangas, Los Cocoteros sobre Concepción Beistegui, y adquirimos a ciegas -en preventa- un departamento en el barrio de Xoco.
Celestinamente, y sin proponernos de manera deliberada ese propósito, mi hermana Gilda y mi cuñado Jesús Murillo hicieron lo propio, descubriendo una noche de confesiones sobre planes futuros que la vida nos regalaría el privilegio de la vecindad en esos callejones donde coexisten las tradiciones ancestrales de los pueblos originarios con los rascacielos juarenses.
Y aunque las veleidades de otras coincidencias laborales -la instalación del periódico Excelsior y Grupo Imagen enfrente de nuestra unidad habitacional- nos han impedido migrar de las tradiciones coyoacanas a la delegación que el mandatario en turno alguna vez tildó como “la más aspiracionista de la capital del país”, una de mis mayores ilusiones es caminar -con este ejemplar de Libre en el Sur en mano- hasta cada uno de sus tesoros y leer a Elena Garro en las barras de café más cercanas al árbol del parque San Lorenzo y devorar todo lo que me falta por conocer de Vargas Llosa, después de disfrutar la reliquia de Santa Cruz Atoyac y el arte funerario del Panteón de Xoco.