Si te queda el saco, póntelo
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Como por arte de magia apareció un foquito arriba de mi cabeza como los de las caricaturas con una perfecta solución. Compraría el saco y al otro día lo regresaría, como le hacen aquí. Empeñé muchos dólares y salí con saco fino y caro.
POR MARIANA LEÑERO
Después de vivir por dos años en Weston, Florida, la compañía donde trabajaba Ricardo nos transfirió a Redondo Beach, California. Pasábamos de pueblo a ciudad. El nuevo jefe, un americano que intentaba comportarse cómodamente frente a mi acento y mi raza, nos invitó a la comida navideña que todos los años su esposa y él preparaban exclusivamente para su equipo.
Antes de decir sí, yo ya estaba enferma. Me faltaba afinar la excusa perfecta: alergias, dolor de estómago, varicela, tuberculosis… Por supuesto que no íbamos a ir. No soporto la Navidad y menos las comidas de etiqueta pintarrajeadas de compromiso.
Pero la cara de Ricardo ya había dicho que sí. Cerraba el trato con un fuerte apretón de manos.
–¿Y ahora qué chingados me pongo?, pensé. Mal gusto no tengo. Pero mi closet no floreaba de ropa para comidas exclusivas de jefes mamones.
–Lo siento, me dijo Ricardo intentando parecer apenado. Ahora sí me importa que causemos una buena impresión.
¿Causar una buena impresión? Si lo único que me interesaba era pasar desapercibida. Éramos nuevos en Los Ángeles y amigas, tenía pocas. Me había despedido de mi hada madrina: “La prima Elda”. Ella me había salvado de todos los retos a los que me enfrenté al llegar a este país. Ella fue para mí, mi guía de turistas, mi consejera de estilo, mi maestra de inglés, mi asesora cultural, mi hermana. Mi prima Elda. Cerca en la salud y en la enfermedad, en la borrachera y en la sobriedad, en la depresión y en el éxito.
Por supuesto que la prima Elda me hubiera ayudado mostrándome, como en pasarela, una serie de vestidos y me habría instruido sobre los protocolos a seguir en tan importante evento. Pero no, lamentablemente me encontraba sola como un cactus. Un cactus que además tenía que causar una buena impresión.
Aun así tomé el teléfono y la llamé. Como buena CubanRican comenzó a gritar una serie de consejos como si estuviera en modo speaker:
–No comas mierda. Te vas a comprar un atuendo hermoso y te me pones bella. Si la fiesta es al aire libre, lo más importante es el saco. Con un saco elegante seguro que estás salvada y que se jodan.
Pero pinches sacos, son carísimos. De aquí para allá por el centro comercial que me bombardeaba con el espíritu navideño que tanto aborrezco y nada. Carísimos. Como por arte de magia apareció un foquito arriba de mi cabeza como los de las caricaturas con una perfecta solución. Compraría el saco y al otro día lo regresaría, como le hacen aquí. Empeñé muchos dólares y salí con saco fino y caro.
Como era de esperarse el día de la comida, Ricardo y yo nos perdimos y llegamos tarde. Tocamos el timbre: ding dong. Lo único que resonaba en mis oídos eran las palabras de la prima Elda: “Lo más importante es el saco”.
La comida no era al aire libre y todos los invitados se disponían a saborear un sofisticado banquete sentados a la mesa. Aguardaban. Fingida pero amable, la esposa se acercó. Nos invitó a sentarnos y me pidió que me quitara el saco. A mí el saco nadie me lo quita, pensaba. Frente a mi silencio me comenzó a jalonear. Yo me retorcía. Pero la gringuita tenía voluntad. De un momento a otro ya lo tenía en su mano y se lograba ver la etiqueta hondeando al aire con todo y precio.
– Oops, me dijo con cara de Barbie. Se te olvidó quitarle el precio.
Arrancó la etiqueta triunfante. No sólo me arrebataba la dignidad y a Ricardo la sonrisa, sino un montón de dinero que había creído que iba a recuperar.
Por supuesto no pasé desapercibida y no causamos una buena impresión. Ya sentados y comiendo la fina ensalada lo único que pensaba era: si me vuelven a invitar, ahora sí que le pego un madrazo, pero me quedé callada.
Aún tengo el saco empolvado en el armario. Ni siquiera lo uso y ni me gusta.