Un año así / Amor en la pandemia
Esto es un sentimiento de culpa, sin tener la culpa. Un sentimiento estúpido, pero que corroe más que la angustia de saberte, en un momento, contagiado.
POR SONIA MORALES Y GERERADO GALARZA
Como adultos mayores jubilados, los primeros meses de esta contingencia –que ya llega al año— y con la esperanza de que serían un par solamente, tomamos las cosas con mucha calma siguiendo nuestra rutina ya establecida: leer, oír música, platicar. Sin embargo, dejamos de ir al cine, a restaurantes a los que acudíamos por lo menos dos veces por semana; a los supermercados se nos veto el ingreso y Claudia, nuestra hija más a la mano, se empezó a encargar de proveernos, y solamente Gerardo va por lo inmediato a las tiendas cercanas o a la farmacia.
Lo afrontamos bien, pero con el paso de los meses, lo que en un principio era muy novedoso, como que Sonia cocinara todos los días, en lugar de sólo los sábados, se empezó a volver pesado. “Quiero que me sirvan”, empezó a externar, “sentarme y que me atiendan”; y la sensación de no poder salir empezó a hacer mella. No es lo mismo quedarse en casa leyendo por gusto a saber que no puedes salir y que si lo haces te encuentras con mucha, mucha gente que no lleva cubrebocas o no guarda la sana distancia, aunque uno lo intente hacer y, en la práctica, se te monten a tus espaldas.
Las cosas empezaron a empeorar. Los contagios y las muertes aumentaron desproporcionadamente y contra lo que informaban e informan las autoridades, la cercanía (un conocido, un amigo, un vecino, un familiar) nos alcanzó. Aunque decíamos que había que cuidarnos, pero no aterrarnos, nos hemos puesto cada vez más nerviosos. Nos cuesta decidir salir porque no sólo somos adultos mayores, sino que tenemos enfermedades crónicas. “No me importa morirme”, dice Sonia y agrega: “pero no quiero terminar en un hospital sola, sin poder respirar, intubada; con dolores en todo el cuerpo iguales o similares a los que provoca la artritis-reumatoide. Y lo peor, morir ahí sola, en la frialdad de un hospital”. Eso le argumentó a una viejita que muy al principio de la pandemia la increpó por qué usaba el cubrebocas y la señora, con tono orgulloso, le dijo: “¡no tengo miedo a morirme!”.
Eso alegan muchos jóvenes, e incluso adultos; se envalentonan frente a la muerte sin pensar en sus familias. Y ahora estamos como estamos, dice la canción. Esto no se acaba, no podemos bajar la guardia porque todo lo que hemos hecho se vendría por la borda, tantos meses de encierro para que en un momento nos contagiemos.
Y lo peor, contagiar a nuestras hijas y sus familias. Esto es un sentimiento de culpa, sin tener la culpa. Un sentimiento estúpido, pero que corroe más que la angustia de saberte, en un momento, contagiado.
El miedo a la peste, pues.
Periodistas los dos.