Ciudad de México, noviembre 1, 2025 09:20
Francisco Ortiz Pardo Opinión

El vestido corto

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El fantasma de una ternura que se quedó colgado detrás de la puerta

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Dejó su vestido colgado detrás de la puerta. No uno cualquiera, sino aquel que apenas rozaba sus muslos y mostraba sus piernas flaquísimas, que descubrían su fragilidad, apenas un poco torneadas por el ejercicio. Eran las piernas de una mujer que no se sabía débil, pero que tampoco podía fingirse invulnerable. El vestido, de tela clara y liviana, dejaba ver la parte más tierna de ella, la menos calculada, la menos dura. Tal vez por eso lo dejó: porque ese vestido no encajaba con la mujer que se marchó.

Cuando él lo vio colgado, pensó que el aire todavía lo movía con la respiración de ella. Parecía una sombra suspendida, una nota interrumpida en mitad de una canción. Lo tocó con la yema de los dedos y sintió el frío de la tela, aún impregnada de su olor: un perfume casi doméstico, mezcla de jabón y de sueño. En ese instante comprendió que no lo había olvidado: lo había dejado para que él recordara lo que se llevaba.

La que se fue no era la misma que lo había colgado. La que se fue era la mujer de los ojos endurecidos, la que hablaba con la razón y no con el tacto, la que sabía defenderse incluso del amor. Era la que había aprendido a cerrarse antes de que alguien la lastimara. Esa mujer —la de los ojos claros que se le oscurecían con el enojo o el miedo— ya no necesitaba vestidos cortos. Y sin embargo, el que había dejado atrás guardaba toda la fragilidad que una vez fue capaz de entregarle.

Él no supo qué hacer con la prenda. La dobló, la guardó, la volvió a sacar. Era como tener en casa un pedazo del pasado, un testigo silencioso de su ternura perdida. En cada pliegue del vestido vivían las risas de aquellas tardes sin prisa, el roce de las piernas bajo la mesa, el juego inocente de una mirada que lo desarmaba sin saberlo. Representaba los días luminosos en que ella se sentaba en el suelo, cruzaba las piernas y hablaba de cosas imposibles, mientras él fingía entender. Representaba la vida compartida: los amaneceres con pan y café, los paseos improvisados, el modo en que ella apoyaba la cabeza en su hombro sin pedir permiso.

Pero también era el testimonio del final sin final, la única prueba de lo que existió. Porque en el fondo, ese vestido se había vuelto una frontera. Lo que quedaba de ella era el fantasma de una mujer que ya no existía, la que se había ido dejando una piel distinta en cada palabra no dicha. Cuando él pasaba frente a la puerta, el vestido parecía flotar, como si adentro todavía respirara su dueña. No era nostalgia, era algo más profundo: la certeza de que el amor, cuando muere, deja huellas con forma de tela.

Con los días, el silencio se volvió insoportable. Entonces empezó a hablarle.
—¿Por qué te fuiste así? —le preguntó una noche, frente al vestido.
No obtuvo respuesta, pero juraría que la tela se movió apenas, como si respirara.
—¿Era necesario tanto silencio?
Nada. Solo el rumor de la ventana.
—¿Todavía me piensas? ¿O borraste incluso mi voz?

Comenzó a construir diálogos imaginarios. Respondía él mismo, imitando su tono, su ironía suave, su pausa antes de cada frase. “No, no me fui por ti —decía su voz inventada—, me fui porque me quedé sin mí.” Y él, obediente, escuchaba a su fantasma. Era una conversación inútil, pero necesaria: la de los amores que ya no existen, pero no se resignan del todo.

Pensó en lavarlo, pero no pudo. Sabía que el agua se llevaría los restos del perfume, y con ellos, la última prueba de que habían sido algo más que un espejismo. Regalarlo o tirarlo era como tirar la historia propia. La prenda quedaba condenada a la inmortalidad. Así que lo dejó ahí, colgado, como quien deja una vela encendida para un alma que aún ronda; o tal vez, pensó, habría que ponerle una ofrenda al vestido.

Con el tiempo, la prenda se volvió parte de la casa, un espejo de su propio vacío. Pasaba frente a ella y sentía que el silencio se movía. Que la ausencia, si se la mira demasiado, comienza a respirar.

A veces, de madrugada, cuando el viento entraba por la ventana, la tela se agitaba suavemente, como si una mano invisible la rozara. Él imaginaba que era ella, que regresaba solo un instante, no para quedarse, sino para recordarle que el amor tiene cuerpo, y que el cuerpo, cuando se va, se queda en los objetos.

Y así, noche tras noche, el vestido siguió ahí: suspendido entre la memoria y el aire. Un cuerpo vacío con olor a verano. Un relicario de lo que alguna vez fue amor, o algo que se le parecía demasiado.

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