EN AMORES CON LA MORENA / Viento lento
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“Tu amor me cambió la vida”, escribió en la tarjeta con el dibujo de Andersen, dos bailarines –un hombre y una mujer— bailoteando sobre una cabeza de humano con nariz prominente, acaso la metáfora de la vida en la que tanto danzamos juntos.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
No es fácil decirlo ni cuando el viento sopla lento. Pero menos lo era suponerlo. Hace cinco años compartimos el juego de no habernos conocido antes, unos treinta años antes, en el Foro LUCC de la colonia San José Insurgentes. Desnuda en mis brazos me lo decía, que no le había hecho caso, que no le hablé, que debí acercarme y proponerle brincotear una canción ochentera que entonces era “lo de hoy”. De haberlo hecho yo, eso me decía, su vida hubiera sido otra, una más feliz. Por eso es que hace cinco años hicimos nuestro repertorio musical para un festejo especial de mi cumpleaños, con aquellas rolas que al sonar producen un efecto de nostalgia y rejuvenecimiento, al mismo tiempo. Fue el mayor esfuerzo por reponernos de lo no sucedido, enamorados. Yo creí entonces que el Viento de Caifanes era una afición nueva para que ella me peinara el alma. Pero no, fue mi canción mucho antes, cuando mi vida sí era mi vida.
Ahora que hurgo en aquellos recuerdos me doy cuenta que esta vida mía ha pasado como la de todos, entre la tristeza y la alegría, pero también de otra forma. “Tu amor, nuestro amor, me cambió la vida”, puso ella en el colofón de esta etapa donde las células piden a gritos un bálsamo para resistir al tiempo. Lo escribió como una verdad del corazón –frente a todo lo demás que no escribió ni dijo ni explicó cuando debió hacerlo– en una tarjeta con un dibujo de Hans Christian Andersen, cuando un pobre sujeto contingente la hacía de su acompañante dando la espalda. Yo vuelvo a dejarme el cabello largo para encontrar en los episodios viejos la reinvención del alma, un poco de los estribillos de Leonard Cohen que compartimos en varios de nuestros desayunos donde derrochábamos los minutos para hacerlos más largos, tal vez eternos. Volvámonos eternos, había predicho Saúl Hernández con esa voz un tanto desesperada, inquietante. Caprichosa, demandante, vital cuando la impermanencia es inobjetable.
Salíamos de algún sueño más prendidos a nuestros cuerpos. Entonces la luz se colaba a pesar del telón como para detener el tiempo al final de la función. Tiempo, detente muchos años, le habría coreado al oído hace treinta años. “No te acercaste”, me volvía a reclamar, entre un beso y otro, apenas un respiro. Ahora pienso que nunca me debí acercar, donde finalmente ella se acercó, de asalto en mi vida. La vi hace demasiado tiempo al lado de quien luego se volvió tristemente célebre y fue autor del aburrimiento de ella por 25 años. “No te acercaste”, repetía mientras me guiñaba el ojo.
Fue en la boda de un amigo común, muy cercano. Fue en la iglesita que está al lado del restaurante Arroyo. Fue cuando por poco no se casaba mi amigo porque la novia no llegaba. Fue cuando la vi en el restaurante de enfrente, de comida yucateca, donde se dio el festejo, al lado del personaje que con los años se hizo tristemente célebre. La recuerdo bella, de piel, ojos y cabello claros. Por supuesto que era otra la juventud, es la verdad, aquella del LUCC..Él me saludo amable cuando me reconoció. Ella sonrió. No recuerdo más aunque podría inventarlo. Tal vez ceñido a su capricho del “no te acercaste”, puedo pensar en que imaginó mis dos grandes manos abarcándole su pequeña cabeza mientras con los pulgares le tocaba delicadamente detrás de esas orejas que siempre ocultaba con los hilos suaves que se deterioraron cuando ya no se los peiné: Préstame tu peine, y péiname el alma… Pero si ello hubiera pasado, de todas formas habría pasado lo otro, ponerse en un espacio alejado de su ser, de ese sillón que eligió en mi casa como su rincón, de donde ella se habría levantado finalmente, condenada al mandato. Porque otra cosa es lo que se desea, que a veces es una canción:
Que quiero orbitar planetas
Hasta ver uno vacío
Que quiero irme a vivir
Pero que sea contigo
Justo ahora, en las ultimas horas de la primavera, sopla fuerte el viento formando una corriente desde la sala hasta mi habitación. Provoca que se cierre la puerta de un tirón estruendoso que me distrae de la escritura. Me pregunto qué fue antes, si la llegada de este viento o la decisión de ponerlo en el cuento. De cualquier forma, mi palma bambú parece alegrarse justo en el momento en que se anuncia la llegada de nuevas hojas. “Te amo”, me lo dijo tantas veces… “Nunca había sentido algo así”. Un día sembré en otra maceta una semillita de guanábana que germinó y le puse su nombre. Doce días después me quiso ver, me lo pidió. Luego se arrepintió de no verme. Le habría dicho muchas cosas lindas que ahora escribo como canciones para mí. Pero no hubiera soportado verme sin besarme y se lo tenía que negar. Era su mandato. El mandato de los otros para con ella, el aburrimiento sin las incomodidades de la pasión.
La mujer espigada de ojos claros, que hoy ya no rejuvenese ante el espejo y descubre la resequedad en su rostro y en sus labios sin mis besos, las marcas del tiempo junto a los ojos que resignados ya no lloran, solía decirme que ni un solo día había sentido por él lo que conmigo cada día. Que por eso nunca me quería perder. Justificaba en eso los celos infundados para que yo los integrara al viaje que nos haría orbitar entre un planeta y otro, inventariados allí mismo los besos más largos del universo, las caminatas sin rumbo, de la mano y de la sencillez.
“Tu amor me cambió la vida”, escribió finalmente en la tarjeta con el dibujo de Andersen, dos bailarines –un hombre y una mujer— bailoteando sobre una cabeza de humano con nariz prominente, acaso la metáfora de la vida en la que danzamos ella y yo cuando las fotos traslucían inevitablemente nuestro amor como una portada de revista. La acompañó de un calendario con 12 fotografías de lunas llenas, una por mes. “Todos los caminos estarán en mí todos estos meses”, escribió. Nunca supe lo que realmente quiso decir, si bien el recuerdo es tan indeleble como la huella de mis caricias en la cicatriz de su vientre. “Imposible olvidar…”, me escribió en otro momento por el fantasmagórico whats, de la misma forma que me reclamó que yo no le respondiera lo obvio, que yo también. Nunca se olvida el amor donde el viento rejuvenecía, escribo ahora para mí lo que ella esperaba que le escribiera mientras estaba sentada al lado de un sujeto contingente, lejos de su rincón, el que ella eligió en el sillón de mi sala. Se perdió de que se lo dijera de viva voz. No ocurrió hace treinta años; ni ahora.
Es un pasto que crece entre hierbas
Es un pino que se alarga junto a otro pino
Es una torre engullida por un cuadro
Es el genio artista que no cabe más.
Es el viento en calma, lento sobre mí nariz
Es el aire que sorprende a los que no se quieren
Es una canción en los pulmones, que calla
Es el viento lento, un viento lento,, lento
Es un ombligo con cicatriz desnudo
La cicatriz donde no se puede borrar mi huella
Una sobredosis de mi en tu cabeza
Un sexo que tocas mientras se ventila lento
Es el viento en calma, lento sobre tu nariz
Es el aire que sorprende a los que envidian
Es una canción en los pulmones, que calla
Es el viento lento, un viento lento, lento
Es el fin de una agonía, un alivio en un respiro
Es el alma que habita donde no se sabe que habita
Es una intuición, un buen consejo que despide al consuelo
Es la inevitable fragilidad que todavía no existe
Es el viento que sopla lento sobre nuestras narices
Es el silbido que se atora en tu garganta para siempre
Es el viento lento, muy lento, un viento lento
Uno que revolotea las mariposas de lo que siempre fue
Es un viento que incomoda porque te recuerda lo que quieres
Pega ligero, azota a la libélula en los poros sudorosos
Dibuja una sonrisa que es real pero casi nadie la ve
masajea tus manos inquietas por no tocarme más
Es el viento lento, muy lento, un viento lento
Es el viento lento, muy lento, un viento lento
Es el viento lento, muy lento, un viento lento
Viento lento que aunque lento no se puede escribir