Ciudad de México, abril 26, 2024 07:05
Opinión Mariana Leñero

81 chistes para no ser contados

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Me puse a leer a temprana edad autores que no entendía, vi películas que no tenían diálogos y se cubrían de silencios y de símbolos que duraban una eternidad. Todo eso, de alguna forma se colocaba en mí como prestado.

POR MARIANA LEÑERO

Esto de haberme comprometido a escribir un texto por semana está cabrón.  Pensé que tendría suficiente creatividad para recordar historias y contarlas de forma que valiera la pena ser publicadas. Pero cada semana se pone más difícil. Ricardo me sugirió hacer una lluvia de ideas y pudimos enumerar 29 potenciales anécdotas.

-Cuenta esa de la señora que azotó de cabeza en la clase de Pilates,  o la de los piojos en Miami. Me animaba emocionado.

Sí, 29 historias, 29 semanas.  Historias simpatiquitas, pero pequeñas que no aguantan ni media hoja para ser contadas.

– Combínalas, Me sugirió Ricardo.

No son suficientes para ser agrupadas por temas. Cómo me hubiera gustado que los seres humanos viniéramos equipados con una bolsita en la barriga, así como de canguro. Ahí podríamos guardar  una libretita que sirviera para registrar cualquier evento que nos pasara en la vida. Ya si eres escritor o quieres contarles a tus hijos o a tus nietos o no tienes nada de  qué hablar en una cita, la consultarías  y asunto arreglado. Pero no,  lo que uno tiene es el cerebro, y  dependiendo de tu genética y de cómo lo has entrenado tienes el privilegio de acceder a tus recuerdos.

Pero aun cuando no tengo barriga de canguro, ni libreta de anécdotas y ni cerebro privilegiado, sí tengo una libreta de chistes que usé cuando tenía 11 años y me permite contar esta historia. Estoy sorprendida que la conservé y la tengo aquí conmigo y no la dejé con los otros recuerdos que se encuentran en la casa de mis padres en México.

A mis 11 años y con hermanas en plena juventud, revolucionarias, aguerridas; mi casa resultaba un revoltijo de diálogos a la hora de la comida.  Éramos una familia de intelectuales. Bueno yo de intelectual tenía poco, más que el apellido. Política por aquí, obras de teatro por allá,  cine, por aquí,  teología de la liberación,  por allá.   Para muchos pareciera que las conversaciones eran apetitosas pero para mí, además de aburridas, era la evidencia de lo lejos que estaba en pertenecer. Yo era la chiquita y tenía que crecer rápido o hacer creer que ya había crecido.

Me puse a leer a temprana edad autores que no entendía, vi películas que no tenían diálogos y se cubrían de silencios y de símbolos que duraban una eternidad. Todo eso, de alguna forma se colocaba en mí como prestado. En esa época  era difícil y me exigía más de lo que yo hubiera querido que me exigiera. Pero tuve la suerte de encontrar una solución.  Si no tenía sentido que hablara de política nadie podría decirle que no a los chistes de Mayita,  como me decía mi papá.   Chistes rosas, azules, rojos  o morados. Entre más morados y más grandes se les ponían los ojos a los adultos al oírlos, para mí,  mejor. Así que para  contarlos rápido y que no me interrumpieran hice mi libretita de chistes.   En esa libretita hay 81 chistes enlistados. Lamentablemente, como cualquier aparato que necesita energía, le falta  pila. La lista  es enorme. Algunos ni títulos son, son frases que me imagino que me hacían recordar de qué se trataba el chiste: Una entrevista a DiosCaminando con el niñito latoso, Trailero con gringaBrasier en tienda, Gotera de camiónHippie en basurero… y la lista continua.

En ese entonces tenían sentido, ahora son solo palabras que no significan lo suficiente para contar el chiste completo.  Hoy, la mujer de 50 años intenta entender los 81 chistes que  sabía su niña de 11. No lo logro, no los puedo contar,  pero me hacen reír, llenarme de ternura  y me permiten, lo más importante, seguir escribiendo historias.

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