El caos funcional, o la búsqueda de electricistas
Por María Luisa Rubio González
El arribo a la Alcaldía de Bogotá de Antanas Mockus, que había sido rector de la Universidad Nacional de Colombia, le significó a esa ciudad colocarse como ejemplo internacional de atención a la violencia y la criminalidad. El modelo de intervención requirió la articulación de gobierno, iniciativa privada y sociedad en general, y un abordaje integral, que incluía la dimensión urbana, con la recuperación de grandes espacios públicos, y la social, con la articulación de programas que atendieron necesidades básicas de los barrios más vulnerables.
La política de seguridad ciudadana se abordó desde una perspectiva de orden social en tres niveles: el comportamiento individual, la sanción social y la intervención legal.
El calado de esta visión abarcó desde el combate a la impunidad, hasta la articulación de programas de apoyo dirigidos a jóvenes en riesgo, que incluía cultura cívica y ética. Quizá el ejemplo más sonado fue la aparición de mimos en las calles de Bogotá, que activaban la sanción social a las infracciones de tránsito, y el reconocimiento de las conductas cívicas.
Urgía recuperar el sentido de la legalidad, de su razón de ser para el buen funcionamiento de la sociedad, en esos tres niveles: el individual, el social, y el de las leyes. Ante la infracción individual de la ley, se activa la reprobación social, y si la infracción persiste, interviene la autoridad competente. Como si fueran cajas de fusibles que se activan cuando hay un corto circuito. Suena hasta sencillo.
Todo esto lo platicó Hugo Acero, quien estuvo a la cabeza del gabinete de seguridad del Alcalde Mockus, en una conferencia. Pensando en México, le pregunté: ¿qué pasa cuando ninguno de esos niveles funciona?. “Es el caos”, respondió.
Pienso en dos casos recientes: #LordMeLaPelas y los juniors violadores de Veracruz. Guardadas todas las diferencias y el costo humano y social de las infracciones, son ejemplo de cómo funciona el caos, y cómo nos hemos hecho funcionales en ese caos, cuyos costos, sin embargo, pagamos con creces cotidianamente.
En los dos casos encontramos infractores a la ley, el silencio o aprobación social, y una ausencia absoluta de la autoridad. En ambos casos, a pesar de que la infracción está documentada en video: en uno, con la admisión de la responsabilidad de los jóvenes; en el otro, la violencia verbal del empresario y la agresión de sus guardaespaldas, no hay aún consecuencia legal para los infractores.
En ambos, también, la ausencia de reprobación social. En el caso del caballero del florido lenguaje, hubo incluso comentarios que le aplaudían los “huevos”. En Veracruz, el tristísimo silencio de diez meses, roto recientemente gracias a la publicación de la carta del padre de Dafne, y la escalada del suceso a la prensa nacional, ahora sí, gracias a una reacción de desaprobación generalizada.
Hace falta muy poquito, apenas mirar con atención alrededor, para darnos cuenta de que esa es la normalidad, salvadas honrosísimas excepciones. Se nos hace fácil tirar la basura en la calle, pasarnos un alto, empujar a la gente para bajar o subir del transporte, pararnos en doble fila, dar y recibir sobornos. O no lo hacemos nosotros, pero qué tal se nos da voltearnos para otro lado. ¿Denunciar? No, qué miedo, o para qué si no pasa nada, o no es mi problema.
El caos social es nuestra normalidad. No lo digo con juicio, sino como quien mira una maraña de cables que hacen corto circuito. Y con esta imagen, acabo de caer en la cuenta de que lo digo con miedo, también. Hemos visto casas incendiarse a causa de cortos circuitos; vemos comunidades enteras arder al fuego de ese caos.
Hay quien se niega, activamente, a adoptar el caos como normalidad. En ViveBJ somos de esos.