Ciudad de México, noviembre 18, 2025 16:58
Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / Tinieblas en Palacio Nacional

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

El verdadero objetivo de la manifestación fue un muro que simbolizó al poder que reprime a la ciudadanía mientras deja avanzar a quienes sí debería contener.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

La discusión pública posterior a la manifestación del sábado de la llamada Generación Z va por el camino equivocado. Oficialistas, comentócratas profesionales, críticos del régimen y hasta algunos colegas parecen obsesionados con la idea de infiltrados, como si ese fuera el punto neurálgico para entender lo que ocurrió. Pero lo real, lo que estuvo a la vista de quienes estuvimos en el Zócalo —muy cerca de la valla, oliendo el gas, sintiendo la tensión— fue otra cosa: el muro se convirtió en el verdadero adversario político de la marcha.

Ese muro no era una simple estructura metálica. Era un símbolo. La versión física de la cerrazón del poder, de su autoritarismo inflamado, de su miedo a la calle. Y por eso, como escribí en la crónica, se volvió el objetivo a vencer. No la policía. No Palacio Nacional. El muro. El muro como representación de un gobierno que, por un lado, ha permitido que el crimen organizado opere con una impunidad casi institucionalizada y, por el otro, reprime, gasea, persigue y golpea a la ciudadanía que sí se atreve a protestar.

Eso es lo que no se quiere ver. Tanto los que defienden al régimen como los que ahora buscan matizar lo que pasó el sábado tratan de deslindar a la manifestación del derrumbe de la valla. Pero quienes estuvimos ahí sabemos que el Zócalo convalidó ese acto. La gente no se movió. Lo que vi fue determinación. Familias enteras, clase media que no está curtida en esto, chavos que venían con sus padres, adultos mayores de blanco, jóvenes con sus sombreros del movimiento del malogrado alcalde de Uruapan, Carlos Manzo. Todos se quedaron a mirar, a gritar “sí se puede”, a cantar el Himno Nacional envueltos entre la humareda. Nadie buscaba romper comercios, nadie tenía intención de entrar a Palacio. Lo que buscaban era derribar ese muro que se había transformado en un monumento al desprecio.

Y lo que atravesaba a la marcha —y que también pareció pasar desapercibido en los análisis posteriores— era un enojo enorme pero muy claro: gente común, empleados, profesionistas, universitarios, adultos mayores y jóvenes, adjudicando directamente a Claudia Sheinbaum y al gobierno de Morena el asesinato de Manso. Lo gritaban sin eufemismos, con consignas que resonaban desde Reforma hasta la Plaza de la Constitución. No eran lemas de aparato ni de organización alguna: eran voces sueltas, espontáneas, de ciudadanos que no suelen estar en la calle pero que ese día habían decidido estarlo. Ese enojo sostenía la marcha tanto como las banderas.

La paradoja es que, justo cuando comerciantes que habían cerrado por miedo empezaron a retirar sus tapiales —por ahí de las 11:20—, desde atrás de la valla comenzaron a escupir gases. Una humareda difícil de identificar, quizá extinguidores, pero en todo caso tóxica. Lo que sí puedo asegurar es que hubo bombas de gas pimienta: vi una caer a unos diez metros de mí y sentí cómo la garganta empezó a picarme de inmediato, como si me raspara por dentro, y el ardor en los ojos me obligó a mantenerlos cerrados varios segundos. Fue un manifestante quien apagó el cartucho orinándolo, y la gente le aplaudió porque fue un acto de auxilio hacia desconocidos.

La humareda no sólo irritaba: provocó una escena de tinieblas. Hubo momentos en que prácticamente se dejó de ver el Palacio Nacional, como si un surrealismo momentáneo lo hubiera borrado de la vista, como si el poder mismo se invisibilizara entre el gas que él había lanzado. Era una mezcla extraña entre miedo, desconcierto y un símbolo involuntario: la autoridad cubierta por su propia nube.

No hubo puntería. No hubo control. Lanzaron esos gases sobre multitudes que no estaban empujando nada. Entre ellos niños. No hay vuelta de hoja: así fue.

Y luego vinieron las piedras. Policías arrojando piedras desde atrás del muro. Ningún protocolo sensato lo explica. Yo lo vi. Vi caer una muy cerca de mí. Vi cómo la gente se cubría con banderas de México para protegerse del humo. Vi el miedo en los rostros de varias mujeres policías que estaban en la primera línea, expuestas, cubriéndose detrás de sus escudos. La fuerza del Estado convertida en tropa que, sin un solo indicio de proporcionalidad, debía enfrentar a ciudadanos sin casco, sin escudo, sin más arma que su presencia.

Hubo también un instante inesperado de reconciliación. Lo vi. Manifestantes acercándose a ofrecerles agua, comida, chicles a los policías. Algunos de ellos se quitaban el casco para refrescarse, y varios incluso alzaron la mano para saludar o agradecer el gesto.

Y lo que debe quedar clarísimo, aunque muchos hoy intenten borrarlo, es esto: la represalia vino después de ese momento, por parte de los mismos policías a los que los manifestantes habían tendido la mano.

Después de la cercanía humana.

Después del alivio.

Después de que parecía que todo había quedado ahí.

Lo que siguió ya no fue tensión: fue una orden.

La persecución.

Los golpes innecesarios.

Las detenciones violentas contra chavos que no llevaban cubrebocas ni capuchas. Las escenas que más tarde el poder intentaría negar diciendo que “son producto de inteligencia artificial”. El nuevo chivo expiatorio de quienes, cuando estaban del otro lado, denunciaban exactamente lo que hoy cometen.

Lo del sábado no fue obra de infiltrados. No fue una provocación aislada. Fue una multitud enfrentando un símbolo que representaba al poder que ya no escucha ni se siente obligado a dialogar. Un poder que ha normalizado la impunidad de quienes sí deberían preocuparle —los cárteles, sus operadores, sus enclaves territoriales— mientras se ensaña contra los jóvenes y las familias que sí se atreven a llenar una plaza.

El muro cayó porque la ciudadanía quiso verlo caer. Y el poder no sabe (o no quiere) entender el mensaje.

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