Ciudad de México, diciembre 3, 2025 12:38
Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / Jennifer Lawrence: desintegrarse mirando a cámara

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

En ‘Mátate, amor’, hay un entorno cultural que exige que la mujer sea perfecta hasta en su derrumbe.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Jennifer Lawrence es brutal para actuar metáforas. Su rostro, con párpados ligeramente rasgados y ojos azules casi metálicos, aparece en una multiplicidad de mímicas que por sí solas narran una desintegración psíquica: van de la mayor belleza y sensualidad a la disrupción más hiriente, sin perder nunca esa inocencia que otorga ternura al personaje. Es una dulzura escondida en medio del caos.

En Mátate, amor, película que ya compitió por la Palma de Oro en Cannes, basada en la novela homónima de Ariana Harwicz, Lawrence interpreta a una mujer que no engancha con la sociedad ni con las buenas costumbres. Allí se revela la mayor fragilidad humana: la que se vive en silencio. La actuación de Lawrence, que por momentos podría encarnar una ninfa luminosa pero que en realidad solo quiere sentirse amada y deseada, es de premios.

La carrera de Lawrence ha resultado meteórica si consideramos que apenas tiene 35 años de edad y que ganó el Oscar desde 2012. Pero esto es otra cosa.

Los acercamientos a su rostro son confesiones sin palabras. Y cuando el encuadre se abre, cuando la vemos desnuda a lo lejos, casi disuelta en el paisaje, la cinematografía nos recuerda que el cuerpo también puede ser un territorio de soledad. La película está llamada a convertirse en obra de culto porque nos enfrenta con un espacio íntimo y absoluto del ser humano: ese en el que solo cabe la propia fantasía, el único lugar donde no necesitamos explicarle nada a nadie.

La belleza de Lawrence cautiva, pero al mismo tiempo incomoda. Porque no es fácil entenderla. Porque hay una parte del espectador que se reconoce ahí aunque jamás lo confiese, y para hacerlo tendría que quebrarse ante el espejo.

En esta sociedad del consumo, quizás por eso la película resulta tan poco asimilable, es intolerable la idea de que una mujer que “lo tiene todo” no sea feliz. Que la alegría no llegue con lo material ni con lo supuestamente natural. Que lo verdaderamente aterrador esté adentro. En eso que un comercial de shampoo, perfume o crema antiarrugas jamás logrará capturar: el abismo detrás de los ojos de quien sonríe porque no le queda de otra.

El mérito de Lynne Ramsay, la directora, es notable. Producida por Martin Scorsese y la propia Lawrence, esta película distribuida por MUBI marca al cerrar 2025 el momento en que la actriz renuncia definitivamente a las historias superficiales y le decreta al mundo su calidad histriónica. Aquí, Jennifer Lawrence se confirma como la gran actriz del cine que viene.

Decir que el 50 por ciento de una película recae en una sola actuación no es un elogio fácil. Pero este es el caso. Aunque Robert Pattinson esté a la altura como contrapunto y sostenga la vara que ella coloca tan alta, el drama que él vive tampoco es menor: la impotencia frente al sufrimiento de su esposa, el bloqueo del propio deseo, el olvido del amor cuando la vida se vuelve una pregunta sin respuesta. Lo que ocurre en esa pareja nunca es solo de uno.

La película transcurre desde la visión de la protagonista: alguien que no es frívola, que busca gozar la naturaleza, el campo, el aire libre, las cosas simples. Pero esa vida tampoco le alcanza, lo exterior no compensa el desacomodo interior. Ni siquiera es por tratarse de una extranjera: su aislamiento es de adentro. Y lo más perturbador: no siempre sabemos qué es real y qué es fantasía. La película obliga a interpretar qué imágenes son producto del mundo y cuáles del pensamiento que se desprende de él. Ese desconcierto, ese acto inteligente de lectura activa, es otro de sus grandes aciertos. Estamos ante una trama enteramente psicológica que rehúye el refugio de lo explícito.

El estrés traumático que sufre ella, esa aparente locura en la que no queda claro si lo más irracional está adentro o afuera, también lo vive él. El dolor se reparte. La idea de que la maternidad puede quemar por dentro sin que nadie lo vea ni lo acepte, convierte esta historia en una bofetada cultural: ¿quién cuida a quien se quiebra cuando ya no puede sostener el papel que el mundo le asignó?

Lo que Lawrence encarna es una herejía contemporánea: la madre que no agradece su maternidad. La mujer que tiene un hijo y, sin embargo, no se siente plena ni realizada ni salvada por la supuesta bendición de traer vida al mundo. Todo eso aunque quede clarísimo que ella ama a su hijo. La sociedad considera que ser madre es un destino natural, un regalo incuestionable, una felicidad automática. Todo lo que se salga de esa receta se llama egoísmo, fracaso, monstruosidad.

La película denuncia ese mandato sin pronunciarlo: muestra que las emociones no se gobiernan con decretos morales. Que la culpa no cura. Que el deseo, cuando ya no sabe dónde habitar, puede volverse un filo hacia adentro. Que la salud mental materna es un tema del que se habla menos que de la marca del cochecito del bebé.

Hay un sistema económico, un entorno cultural, que exige que la mujer sea perfecta hasta en su derrumbe. Que padezca pero maquillada. Que se desgaste pero en silencio. Que llore pero sin hincharse los ojos. Que jamás desordene la postal que se espera de ella.

En un momento de la película, otra mujer le dice a Grace (el personaje de Lawrence), que “luce mucho mejor”. Uno no se da cuenta de lo ofensiovo de una frase así, como tantas otras que empleamos de manera cotidiana, casi inocente, hasta que le brinca en la escena. Como es de suponerse, ella revienta.

Esa perfección impuesta es violencia. La película exhibe esa violencia sin terapia ni letanías: con la pura verdad de una mirada que ya no puede sostenerse a sí misma. Cuando una mujer se quiebra, la sociedad corre a esconder los pedazos, no vaya a ser que se nos contagie la verdad.

Mátate, amor incomoda, y por eso es necesaria. La cámara sigue a Lawrence como si ella habitara el límite entre existir y desaparecer. Y todos, mientras la vemos, reconocemos algo peligroso: que la locura no siempre está lejos. A veces basta con que la realidad deje de alcanzarnos.

Compartir

comentarios

Artículos relacionadas