El abrigo de Morelos
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Morelos al óleo, por Francisco de Paula. Foto: Especial
José María Morelos luchó en regiones cálidas… pero lo suelen representar ¡con un largo abrigo negro!
POR RODRIGO VERA
Cuando estoy en las playas de Guerrero, sobre todo en Acapulco, de pronto una pregunta me ronda la cabeza al sentir la quemante arena: ¿Por qué en esas tórridas regiones José María Morelos y Pavón andaba cubierto con un abrigo negro? ¿No sentía acaso esos fuertes calorones? ¿Padecía escalofríos que lo obligaban a cubrirse? Nunca lo he entendido. Lo cierto es que la iconógafía oficial de este prócer de la patria siempre lo muestra con ese largo abrigo que le llega hasta las botas, como si las batallas que libró hubiesen sido en un helado país nórdico tapizado por la nieve.
Pero no fue así, sino todo lo contrario; el llamado “siervo de la nación” luchó por la independencia de México en lo que hoy son los estados de Guerrero y Morelos –por eso este último lleva su nombre–, ambas entidades son de clima caluroso, donde la gente suele vestir camisas ligeras y pantalones cortos, también calzar sandalias o huaraches. Impensable verlos con gruesos abrigos… y mucho menos de color negro.
Hagamos memoria: a solo un mes de iniciada la lucha de independencia, en octubre de 1810, el cura Miguel Hidalgo le encomienda al cura Morelos ocupar el puerto de Acapulco, entonces un punto estratégico porque ahí se daba la comuncación de la Nueva España con los puertos asiáticos, principalmente con el de Manila, Filipinas. De modo que Morelos y su ejército pelearon en esas costas bajo un sol que les pegaba a plomo.
Entre febrero y mayo de 1812, emprendió su acción militar más famosa que lo convirtió en el principal enemigo del ejército realista; el llamado “sitio de Cuautla”, realizado en esa ciudad del hoy estado de Morelos.
Y en la igual de calurosa ciudad de Chilpancingo, durante septiembre y noviembre de 1813, Morelos organizó el Congreso de Anáhuac, el primer cuerpo legislativo de la historia mexicana. Fue ahí donde presentó sus Sentimientos de la Nación.
En octubre de 1814 ese Congreso aprobó la Constitución de Apatzingán, bautizada así por haberse firmado en esa ciudad del estado de Michoacán, situada en la llamada “tierra caliente” debido a sus altas temperaturas.
Finalmente a Morelos lo captura el ejército realista en Temalaca, Puebla, en noviembre de 1815, mientras viajaba con sus tropas rumbo a Tehuacán. Y después de tenerlo en prisión, al mes siguiente lo fusilan en San Cristóbal Ecatepec, en el hoy Estado de México.
Así, prácticamente toda su lucha insurgente se dio en zonas muy cálidas donde no se usa el abrigo.
De ceja y patilla tupida, a Morelos también se le representa con un paliacate cubriéndole la cabeza, anudado en la parte de la nuca. Es otra prenda representativa que lo distingue de los otros héroes patrios. Nos recuerda mucho a la imagen del “chinaco”. Los historiadores aseguran que padecía fuertes dolores de migraña y ese pañuelo en la cabeza le daba alivio. Aquí se nos da por lo menos una explicación. Muy bien ¿Pero por qué vestía esos largos abrigos? ¿Cuál fue la razón?… Eso no lo sabemos.
A lo largo de los años así se le ha representado en litografías, pinturas, murales de edificios públicos, monedas conmemorativas, billetes y estatuas de bronce o roca. Siempre con su oscuro abrigo. En 1827, a solo doce años del fusilamiento del “siervo de la nación”, el famoso pintor y litografo italiano avecindado en México, Claudio Linati, ya nos lo pinta sobrecargado de ropajes en una de sus litografías: ahí Morelos lleva camisa y chaleco, y encima un saco, y luego una capa que le enrolla el cuerpo. Levanta el brazo derecho, y con el dedo índice apunta enérgico hacia el frente, dando órdenes para emprender un combate, quizá en Cuautla o Acapulco. Seguramente para él resultaba muy estorboso combatir enfundado en ese pesado vestuario, que además no tenía ninguna utilidad militar, como sí la tuvieron las armaduras de acero de épocas anteriores.
Por ser autor del libro Trajes civiles, militares y religiosos de México, se supone que Linati debió investigar a detalle sobre la vestimenta que usaba Morelos, y claro, reproducirla en su litografía con la mayor fidelidad posible. Digo, se supone.
Uno de los clásicos retratos del héroe es un óleo pintado por Francisco de Paula Sánchez, en 1890. Ahí parece Morelos todo vestido de negro –abrigo, pechera, pantalón y lustrosas botas negras–. Sobresale la blancura del pañuelo anudado a la cabeza y del alzacuello que denota su condición eclesiástica. Su capa descansa sobre un sillón. Él está de pie, muy digno. Con la mano izquierda se toca el pecho. Y en la derecha trae unos documentos enrollados. Al lado suyo hay un escritorio con libros y más documentos.
Morelos y su abrigo negro aparecen también en una pintura que lo muestra en la ciudad de Apatzingán, junto con los demás legisladores constitucionalistas, reunidos en torno a una mesa donde está el manuscrito de la Constitución de 1814. No se les nota agobiados por el clima de “tierra caliente”. Otro famoso cuadro lo representa justo al momento en que los soldados realistas lo capturan en la región de Temalaca, apuntándole con sus bayonetas… y lo jalonean de tal manera que hasta le hacen bailar los anchos faldones de su abrigo.
… Y con ese mismo abrigo aparece en muchas estatuas –incluso ecuestres— levantadas en su honor a lo largo y ancho del país. Una de las más impresionantes es sin duda la de La Ciudadela, en la ciudad de México, donde nuestro héroe se yergue sobre un pedestal empuñando una espada desenvainada, y bajo sus pies cuatro potentes cañones apuntan en todas direcciones.
Otra famosa estatua es la de Janitzio. En esa isla del lago de Pátzcuaro se le erigió un enorme efigie de piedra que fue colocada en el punto más alto. Pero aquí solo se le ve la capa que solía llevar encima del abrigo; es una ancha capa encrespada –como plumaje de gallo de pelea— que le cubre todo el cuerpo y le arrastra hasta el piso.
¿De veras así vestía Morelos? ¿Era inmune al calor? ¿O es una falsa imagen creada para darle dignidad a este párroco de pueblo? Son las preguntas que nos rondan cuando, sudorosos bajo el sol punzante, andamos por las costas de Guerrero o por los pueblos morelenses, donde jamás vemos –por ningún lado– a la gente cubierta con esos larguísimos abrigos.