Alrededor de las dudas
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No creer en Dios resultaba más fácil que creer en él. -Soy atea- decía. No sé si es la forma en cómo suena: atea, que impone. Ni quien me cuestionara. Prefiero llamarme así que cobarde. De esa forma las aguas se tranquilizan.
POR MARIANA LEÑERO
He tenido una relación extraña con Dios. Una relación que navega en los mares de mi neurótica existencia. En mares de inocentes certezas y en mares de crudas realidades. Una relación vulnerable, voluble, pasional, refrescante, difícil…
Durante mi infancia y juventud, Dios estaba bien presente. Le rezaba, le cantaba, le escribía, le agradecía. Me acercaba y me sentía muy feliz, fácilmente feliz. Otras veces me peleaba con él. Eso también era fácil. Es mejor pelear con algo que sientes que existe que con algo que no. La locura tiene justificación y las certezas se respetan elocuentes.
Creer en él era mi triunfo, mi escudo, mi armadura. Para los dolores de amor, para los conflictos existenciales, para los traumas, para los sueños y para los anhelos. Mi Dios era un Dios chingón. Un Dios bueno que empujaba a la acción, al amor, al perdón. Mi Dios no tenía pasado que cargar, no vivía en una iglesia y no guardaba secretos más oscuros que lo oscuro.
Pero llegó un momento en el que sí. No sé bien cuando pero llegó. Como en los cuentos, apareció la bruja y se terminó el hechizo. El momento en que Dios resultó ser más complejo de lo que creía. ¡Splash! La certeza de su existencia, como galón de leche, se estrelló en el cemento de mi piso salpicándome de enojo, de angustia y de soledad.
Mi corazón cobarde no fue capaz de colocar a Dios fuera de la iglesia, de su pasado y de sus secretos oscuros. Venían en conjunto, como taza y plato, como tenedor y cuchillo.
Hay mentes más amplias, más inteligentes que han sido capaces de distinguir entre estas diferencias; así como existen otras mentes que pueden afirmar que Dios no existe. Pero mi inteligencia es corta y mi corazón flojo.
De ahí el trayecto resultó complicado: subidas y bajadas, silencios, dudas y verdades. Verdades que duelen, que te despiertan a cachetadas y que no te dejan ni explicar…
Recuerdo que en algunas de las crisis salía corriendo arroparme en los brazos de mis padres a quienes la duda no les incomodaba. Les hablaba sobre mi rabia y mi resentimiento. Ellos compartían sus razones como bendiciones. Yo como “El Exorcista” me retorcía con su agua bendita quemándome la piel. Me daba vueltas la cabeza y sacaba baba por la boca porque no me convencían sus certezas y me sentía sola. Cuando terminaban de hablar me quedaba machacada a madrazos con sus dulces palabras, herida por su fe afilada y sangrando sobre sus convicciones. Devuélvanme a mi Dios chingón, insistía. -Nunca se ha ido-. Contestaban. Yo no les creía.
Así fue como mandé a la chingada mis cuestionamientos sobre la existencia de Dios y de la mano se fue también esa parte de mí que era yo cuando creía en él.
Resultó más fácil oír las razones de Ricardo cuando se afirmaba ateo. Con razones tan perfectamente coherentes que hacían de mi poquita o rascuache fe, una burla.
No creer en Dios resultaba más fácil que creer en él. -Soy atea- decía. No sé si es la forma en cómo suena: atea, que impone. Ni quien me cuestionara. Prefiero llamarme así que cobarde. De esa forma las aguas se tranquilizan. Se aquieta la superficie para que el silencio de lo que está en lo hondo se disfrace de indiferencia.
Al final sea el nombre que elija: atea o creyente, resulta igual de ambiguo. Porque creer o no creer no es cuestión de la palabra sino del corazón. A veces pienso que son mis palabras las cobardes, pero otras, me doy cuenta que es mi corazón.
Gravito alrededor de mis dudas como astronauta. No hay fuerza que me atraiga al piso, y la tierra es demasiado real para extrañarla. Así, flotando en el universo siento que Dios existe. Así, flotando en el universo siento que no. Sostenida entre el sí y el no, entre el no y el sí, entre la cobardía y la verdad, el silencio por hora, resulta la mejor opción.