Ciudad de México, noviembre 10, 2025 10:30
Nancy Castro Opinión

Antes de tocar un arma

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

El crimen organizado, en muchos territorios, ofrece lo que el Estado no: pertenencia, respeto, un ingreso, una narrativa de poder. La estructura criminal sabe hablar el lenguaje del vacío. Les dice: ‘tú sí me importas’, ‘tú puedes mandar’, ‘tú puedes ser temido’…

POR NANCY CASTRO

Antes de tocar un arma fueron niños. Jugaron con sus juguetes, tuvieron fantasías —algunas con personajes de caricaturas otras con el sueño de ser futbolistas, héroes de anime o campeones de videojuegos—.

Antes de tocar un arma fueron niños capaces de soñar: fueron a la escuela, tuvieron amigos, hicieron travesuras.

Antes de tocar un arma fueron adolescentes con inquietudes.

No habían cumplido veinte años cuando ya sostenían un arma, tiraron del gatillo, quizá por primera vez, quizá no.

Víctor Manuel Ubaldo tenía 17 años de edad. Era originario de Paracho Michoacán. El sábado 1 de noviembre disparó más de una vez y mató al alcalde de Uruapan, Carlos Manzo. Pero alguien a él lo ajusticio, ¿por qué? Aún se desconocen los motivos. ¿Por ser tan joven y tener el ímpetu desbordado?

Detrás de cada adolescente armado hay una historia de abandono institucional…”

Su familia asegura que padecía una adicción a la metanfetamina. Había desaparecido una semana antes, y la siguiente noticia que tuvieron de él fue su cuerpo tendido entre las luces del Festival de las Velas en Uruapan.

Jairo Vega tenía 16 años. El pasado 3 de noviembre asaltó la Bodega Aurrerá de la calle de Allende, colonia Centro, Ciudad de México. Mató al guardia de seguridad, le dio tres balazos por la espalda, uno de ellos en la nuca.

No nacen con odio.

No nacen con la idea de matar.

Alguien, algo, el entorno, los empuja.

A veces es el hambre, la ausencia, el miedo. A veces es la soledad que se disfraza de fuerza cuando alguien te pone un arma en las manos y te dice que así serás respetado. Otras veces es el brillo del dinero fácil, la promesa de pertenecer a algo cuando no se tuvo nada. El crimen no empieza el día del disparo. Empieza cuando la madre trabaja todo el día, y el padre se va o se muere, cuando el barrio se llena de hombres con camionetas y música a todo volumen, cuando en la escuela es señalado por no llevar los útiles necesarios o porque no es del común denominador del resto de los niños.

Empieza cuando el Estado se vuelve un fantasma y la única presencia constante es la violencia.

Antes de tocar un arma fueron niños. Pero un día, sin darse cuenta, alguien les enseñó a apuntar —no sólo con el arma, sino con el odio, con la desesperación, con la rabia que da sentirse invisible—.

Y en ese instante, dejaron de jugar con juguetes para jugarse la vida.

Porque cuando el futuro parece una palabra vacía, el presente se vuelve una trampa, matar no es un acto de maldad sino de miedo.

Detrás de cada adolescente armado hay una historia de abandono institucional. No se trata sólo de la falta de oportunidades, sino de la erosión constante del sentido de pertenencia. Cuando un joven no encuentra reconocimiento en su casa, en la escuela ni en la comunidad, lo busca en otros espacios, incluso en aquellos donde la violencia se convierte en una forma de identidad.

El crimen organizado, en muchos territorios, ofrece lo que el Estado no: pertenencia, respeto, un ingreso, una narrativa de poder. La estructura criminal sabe hablar el lenguaje del vacío. Les dice: “tú sí me importas”, “tú puedes mandar”, “tú puedes ser temido”. En lugares donde el miedo es la norma, ser temido se confunde con ser alguien.

Las armas llegan después, pero antes de ellas está el discurso que las legitima. Está el entorno que normaliza la violencia como una herramienta de sobrevivencia. Está la música que glorifica la muerte, los noticieros que la repiten hasta vaciarla de sentido, las redes sociales que convierten el dolor en espectáculo.

Un adolescente no elige matar en abstracto; reacciona a una estructura que lo empuja hacia ello. Cuando la vida se reduce a sobrevivir el día siguiente, la moral se vuelve un lujo. Y el sistema que debía protegerlo —la escuela, la familia, las instituciones públicas—se convierte en un paisaje en ruinas.

Muchos de ellos crecieron viendo cómo la ley no se aplica a todos por igual. Aprendieron que la justicia es selectiva, que el poder se compra, que el crimen se castiga sólo cuando se es pobre. En ese contexto, la violencia deja de parecer una excepción: se vuelve una forma de existencia.

Y así, el adolescente que un día soñó con ser portero, astronauta o héroe de videojuego, termina con un arma entre manos, mirando a alguien que no conoce y creyendo, aunque sea por un segundo, que ese acto le devolverá el control de su vida.

Y sin embargo, antes de todo eso, fueron niños. Hubo un momento —mínimo, casi invisible—en que alguien pudo haberlos salvado: una palabra, una escucha, una oportunidad distinta. Pero nadie llegó. El tiempo se encargó de borrar sus nombres y dejarles sólo un destino prestado.

En otro mundo, Víctor habría seguido tocando la guitarra de Paracho. Jairo habría terminado la preparatoria, quizá enamorado, quizá soñando con salir del barrio. Pero en este mundo, sus sueños se rompieron al ritmo de las balas.

A veces los vemos en los noticieros, en las fotos borrosas de los periódicos, y pensamos que ya no son parte de nosotros. Olvidamos que alguna vez también fueron hijos, alumnos, amigos, risas en una cancha de tierra. Olvidamos que nadie nace violento: se aprende a serlo cuando la vida duele demasiado.

Detrás de cada arma hay una historia truncada. Detrás de cada disparo hay un niño que no fue escuchado. Y si algo nos queda por hacer, quizá sea eso: escuchar antes de que sea demasiado tarde.

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