Ciudad de México, mayo 15, 2025 12:58
Política

La austeridad que incomoda: El ejemplo de Mujica frente a Morena

Mientras otros fabrican legados con piedra y mármol, él dejó el suyo en la memoria de quienes aún creen que la política puede ser decente.

México parece seguir atrapado en la estética del poder. Las mañaneras en el corazón de Palacio Nacional, el uso discursivo de la pobreza como emblema, la cercanía ficticia con “el pueblo”…

Cambiaron los colores, pero no las formas. Se envolvieron en la bandera de los pobres mientras vivían como nuevos ricos, con asesores, choferes, viajes, propiedades, escoltas…

STAFF / LIBRE EN EL SUR

En tiempos donde la política se exhibe como escaparate de privilegios, el recuerdo de José Mujica vuelve como una bofetada. Mientras en México se ha normalizado que el jefe del Ejecutivo habite un palacio virreinal —antes ocupado por virreyes y luego por presidentes revolucionarios—, Mujica eligió seguir viviendo en su humilde chacra de las afueras de Montevideo. Allí, entre gallinas, perros mestizos y una máquina de escribir desvencijada, construyó una ética política que muchos prefieren olvidar.

Es inevitable contrastar: Andrés Manuel López Obrador prometió ser un presidente austero, pero se instaló en Palacio Nacional —la sede histórica del poder colonial y republicano—, donde también reside su sucesora, Claudia Sheinbaum. Lo simbólico importa, y más aún en un país donde los símbolos han sido vaciados de contenido o transformados en escenografía. Mujica, en cambio, no necesitó mudarse para gobernar. Su autoridad no dependía de murallas ni salones fastuosos, sino de la coherencia entre lo que decía y lo que hacía.

“No hay ejemplo más poderoso que el del dirigente que vive como predica”, dijo una vez Eduardo Galeano. Mujica se convirtió en ese ejemplo incómodo. Donó la mayor parte de su sueldo, rechazó privilegios y hablaba con la misma franqueza al campesino que al diplomático europeo. No tenía miedo de parecer pobre, porque sabía que lo contrario sería una forma de impostura. Lo llamaron “el presidente más pobre del mundo”, aunque nunca le faltó lo esencial: dignidad, congruencia y sentido del tiempo.

México, por su parte, parece seguir atrapado en la estética del poder. Las mañaneras en el corazón de Palacio Nacional, el uso discursivo de la pobreza como emblema, la cercanía ficticia con “el pueblo”… Todo eso se ha vaciado de contenido. La cercanía se convirtió en show. La pobreza, en discurso. Y el poder, en escenografía.

La imagen de Mujica regresando cada noche a su casa sencilla, sin guardaespaldas ni cortejo, es un recordatorio de lo que significa no gobernar para enriquecerse. Y también de lo que significa gobernar sin miedo a despojarse del oropel. Su figura crece, no por mística sino por contraste: porque mientras otros acumulaban propiedades, él cultivaba flores. Mientras otros fabrican legados con piedra y mármol, él dejó el suyo en la memoria de quienes aún creen que la política puede ser decente.

Mujica incomoda porque nos recuerda que la congruencia es posible. Porque su ejemplo no necesita adornos. Porque demuestra que el poder también puede ejercerse desde la humildad. Y porque al final, como él mismo lo dijo, “el hombre no es más que el intento de ser libre”.

La palabra “austeridad” fue vaciada de contenido en el México de la 4T. Mientras se hablaba de República austera desde el atril presidencial, algunos de los representantes de esa transformación se daban la gran vida. Ahí están los viajes en primera clase a Europa de Gerardo Fernández Noroña, que luego niega sin pudor cuando es evidenciado en redes; o los desplantes clasemedieros de Andrea Chávez, promoviendo su imagen con recursos y logística que harían palidecer a cualquier influencer de lujo, como si se tratara de una campaña anticipada a la gubernatura dd Chihuahua.

Ni qué decir de los hijos del ex Presidente, acusados de vivir en residencias millonarias y de hacer negocios al amparo del poder. Mientras el pueblo raciona su ingreso mensual para sobrevivir, ellos se codean con empresarios consentidos, protegidos, privilegiados. Y del lado de los funcionarios que deberían ser guardianes del interés público, casos como el de Manuel Bartlett siguen pesando: propiedades que no fueron declaradas, vínculos familiares con negocios de energía, y una impunidad blindada por el poder presidencial.

En el sureste, los gobernadores se reproducen como una élite que presume lo que juró combatir. En Sinaloa, el actual gobernador Rubén Rocha Moya ha sido señalado por beneficiar a empresas cercanas. Rocío Nahle, incluso antes de asumir como candidata en Veracruz, ya arrastraba acusaciones por adjudicaciones directas y conflictos de interés en contratos de Dos Bocas. En Chiapas, el exgobernador Rutilio Escandón dejó una estela de desorden administrativo y denuncias de nepotismo, mientras que en Oaxaca, Salomón Jara se mantiene bajo señalamientos por uso indebido de recursos y opacidad en su gestión.

El caso Zacatecas es paradigmático: el gobernador David Monreal, hermano del senador Ricardo Monreal, ha enfrentado protestas por la creciente violencia en el estado, el abandono del campo y la percepción de que la entidad fue entregada como una concesión familiar.

Pero si de nepotismo se trata, los casos más evidentes han sido sistemáticamente normalizados dentro de la estructura de poder de Morena. La familia Batres ha sido beneficiaria de cargos, recursos y visibilidad institucional sin interrupción: Martí Batres, jefe de Gobierno sustituto en CDMX y actual director del ISSSTE; Lenia Batres, ministra de la Suprema Corte promovida por el Ejecutivo; y Valentina Batres, actual diputada local –plurinominal, o sea que de regalo–, en Ciudad de México. La familia parece más bien una secretaría paralela, una maquinaria con tentáculos en todos los niveles del poder.

Lo mismo puede decirse de la familia Alcalde. Luisa María fue secretaria del Trabajo y luego de Gobernación, su hermana Bertha es actualmente fiscal de la Ciudad de México, y su madre, Bertha Luján, formó parte del círculo fundador de Morena y presidió su Consejo Nacional. Hoy, Luisa María Alcalde es la presidenta del partido oficial, lo cual cierra el círculo de una dinastía cuidadosamente instalada.

Todos estos personajes, con discursos de transformación y justicia, han contribuido a reproducir el mismo sistema que criticaban. Cambiaron los colores, pero no las formas. Se envolvieron en la bandera de los pobres mientras vivían como nuevos ricos, con asesores, choferes, viajes, propiedades, escoltas y toda la parafernalia del poder que en teoría iban a desmontar.

La diferencia con Mujica no podría ser más elocuente. Él, que manejaba su propio coche desvencijado, que usaba la misma ropa durante años, que no hizo de la política una vía de acumulación ni de vanidad, sino de servicio, parece hoy una figura de otro mundo. Un presidente que vivía como campesino. Un hombre que hablaba desde el silencio. Una austeridad sin discurso, pero con hechos. Un recordatorio de que la coherencia, aunque incómoda, sigue siendo posible.

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