Ciudad de México, noviembre 21, 2024 06:05
Opinión Oswaldo Barrera Revista Digital Abril 2024

El barrio me respalda… a veces

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“Ahí te das cuenta del poder del barrio, de su unidad y capacidad de convocatoria para tratar asuntos que afectan la vida de quienes, a pesar de estar rodeados ahora de torres y centros comerciales, mantienen una identidad que nadie podrá quitarles”.

POR OSWALDO BARRERA FRANCO

Es casi medianoche, ha sido un día pesado y uno sólo quiere irse a dormir. Ya conciliaste el sueño cuando un súbito estallido hace vibrar la ventana y con ello dices adiós a la calma que sentías antes de cerrar los ojos y entregarte a tu descanso. Miras la ventana y te preguntas si aquel tronido seco que te arrancó tu tranquilidad fue cierto o una mala pasada del cansancio. Esperas un poco, estás a la expectativa por si aquella señal de alarma, onírica o no, se repite. Crees que, ingenuamente, podrás dormirte de nuevo, una vez que afuera sólo se alcance a oír el murmullo de algún auto que pasa, pero no. Apenas es el comienzo. Esa noche, uno tras otro y a intervalos irregulares, te atormentará el estallido de los cohetes.

No sabes si hay alguna crisis que amerite aquel despliegue sonoro a esas horas de la noche, el cual puede prolongarse hasta la madrugada o reiniciarse antes de que salga el sol. De pronto te acuerdas: claro, mañana es la fiesta del barrio, y qué mejor recordatorio de lo que viene que aquellos cohetes a deshoras. Mentalmente creías estar preparado para aquella ocasión; no es la primera ni la última vez que padeces aquellos estruendos breves pero intensos que alteran los nervios, sólo olvidaste que, en estos temas, la regularidad de los acontecimientos depende, sí o sí, de los caprichos del barrio al que llegaste hace años. Lo ajeno ahí no son los cohetes, eres tú.

En otra ocasión, no son los cohetes que activan las alarmas de los autos o que enloquecen a las mascotas. Estás en casa, buscando algo que hacer durante los eternos minutos que transcurren a otro ritmo en medio de una pandemia, y de pronto se oye un repique de campanas cargado de urgencia, insistente e imperativo. Algo ocurre, por fin, en medio de aquella crisis sanitaria que nos mantuvo encerrados por meses. Cuando por fin te atreves a investigar de qué se trata, descubres que una multitud de vecinos, ajenos a los contagios, ha cerrado la principal avenida que, desde hace décadas, irrumpe en lo que alguna vez fueron los terrenos de la iglesia del siglo XVI que es el centro del barrio. El motivo: frenar las obras del Metrobús que se propuso que corriera frente al mercado y la iglesia, para evitar que les ocasionara cualquier perjuicio, ya fuera económico, estructural o espiritual.

A eso hay que sumarle las veces que, sin importar la hora y fuera de los días de fiesta, en los que se colocan puestos de comida, templetes y un magno escenario en pleno eje vial, un contingente impide el tránsito de vehículos para llevar a cuestas no la efigie celebrada en turno, sino, desafortunadamente, el ataúd de algún vecino acompañado del correspondiente cortejo. Aún sorprende ver algo así, una imagen que uno se imaginaría en cualquier pueblo del centro de México hace un siglo, pero no en una de las alcaldías más céntricas y urbanizadas de la capital, donde una avenida principal puede cerrarse por un grupo de dolientes o debido a un animado espectáculo de música y pirotecnia.

Ahí te das cuenta del poder del barrio, de su unidad y capacidad de convocatoria para tratar asuntos que afectan la vida de quienes, a pesar de estar rodeados ahora de torres y centros comerciales, mantienen una identidad que ningún plan de gobierno, urbanista, alcalde o foráneo podrá quitarles. Sólo el paso del tiempo y la progresiva invasión de desarrollos inmobiliarios han ido cambiando la apariencia del barrio, pero no su esencia, su vehemente rechazo a ser desplazados del todo o condicionados por aquello que vaya en contra de sus formas. Ellos pertenecen ahí y así ha sido por generaciones; los demás, sin importar cuánto tiempo llevemos en ese lugar, siempre seremos los invasores, los que no comprendemos sus tradiciones o las vemos como algo anacrónico o digno de otro México con el cual ya no nos identificamos, pero que observamos con aprecio o recelo, dependiendo del caso.

Y ya debería uno estar acostumbrado a aquella dinámica, a pesar de que, durante la pandemia, hubo una pausa incierta que hizo que uno extrañara no los cohetes ni los repiques de campanas, sino la sensación de comunidad que se palpaba al salir a la calle y ver a los vecinos platicando, comprando o comiendo en el mercado. Esos vecinos solidarios, capaces de unirse para despedir a un difunto y acompañar a su familia, frenar la construcción de un conjunto de torres de departamentos donde antes cabía un par de casas o el paso de una línea de Metrobús para que no afecte su patrimonio centenario ni la celebración de sus tradiciones.

Podremos estar o no de acuerdo con ciertos aspectos de la vida en los barrios que persisten en esta ciudad –tampoco es que a ellos les importe mucho nuestra opinión–, o quizá queramos sentirnos parte de aquello que nos resulta curioso y pintoresco, pero sin tomar en cuenta el profundo significado que tiene para un lugar que puede rastrear sus orígenes a tiempos incluso anteriores a la conquista. Pretendemos un sincretismo forzado, cuando olvidamos que, con o sin conciencia de ello, hemos sido los que en busca de una vida mejor han desplazado e ignorado a los habitantes del barrio o pueblo originario. Sin embargo, éste nunca olvida.

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