Ciudad de México, mayo 20, 2024 18:02
Revista Digital Agosto 2023

En cerros de chapulines

“Hay muchas evocaciones que nos provoca Chapultepec. Es el pasado y presente de tantas generaciones que han dejado sus recuerdos en él y se han llevado algo a cambio: un primer beso, un momento de paz o las risas de los hijos y nietos”.

POR OSWALDO BARRERA FRANCO

El verano era sinónimo de vacaciones, de al menos dos largos pero al mismo tiempo breves meses para olvidarse de tareas y exámenes, de levantarse temprano para llegar somnolientos a la primera clase de cada día y de los efímeros recreos en los que apenas daba tiempo de comerse un sándwich y jugar tochito. Esa estación traía consigo, además de lluvias y bochornos, una sensación de desahogo y ganas de explorar que ahora apenas identifico con un fin de semana libre de pendientes laborales.

Pero estoy hablando de veranos que se dieron a la fuga hace mucho, en los que el tiempo nunca era suficiente para ir descubriendo cada vez más rincones citadinos que invitaban a transigir los límites que imponía guardar una prudente distancia, administrada por los padres, y conocer los recovecos de esta urbe. La ciudad crecía al igual que nosotros cuando estábamos en la adolescencia y se volvía un reto mayor recorrerla, ya fuera a pie, en pesero o el Metro. En esos años recuerdo haber comprado un plano de la ciudad, de aquellos plegables que editaba Guía Roji, el cual pegué en una pared de mi cuarto. Me entusiasmaba la idea de tener sólo para mí, aunque fuera en un pliego de papel, la metrópoli donde vivía.

Si algo sobresalía en ese plano, entre aquella maraña abstracta de calles, era la mancha casi uniforme del mayor parque urbano de México en aquel entonces. Al poniente, a la altura del centro de la ciudad, se extendía una enorme superficie casi por completo libre de calles y donde, gracias a los viajes escolares que hice en primaria y secundaria, sabía que se encontraba una feria, un gran museo arqueológico, dos más de arte contemporáneo, varios lagos y, sacado de la sangrienta historia del país, un baluarte desde el que se ofreció la última resistencia ante el invasor estadounidense a mediados del siglo XIX, el famoso castillo de Chapultepec. Hasta ahí llegaban mis escasas referencias de ese lugar, el cual redescubriría con cada uno de mis subsecuentes paseos por aquel epítome de los espacios verdes urbanos que, en medio del caos citadino, entre torres, casas de estilo californiano y paseos decimonónicos, es el bosque de Chapultepec y sus casi setecientos años de historia.

Por lo anterior, se siente una atmósfera mística cuando hablamos de Chapultepec, aunque no me refiero a la irónica ausencia de chapulines hoy día. Es un lugar que, al igual que el Zócalo, sirve como referente para los habitantes de Ciudad de México. Todos lo conocemos, hemos caminados por sus senderos, nos hemos sentado a contemplar sus lagos o hemos comido ahí chicharrones preparados o hot dogs de carrito. Hemos hecho pícnics en sus prados, donde quedamos a merced de atrevidas ardillas y hormigas, visitado asombrados su zoológico, recorrido con vehemencia las salas de sus museos o nos hemos remojado en sus fuentes, por accidente o a propósito, para intentar apaciguar el calor veraniego.

Se trata de uno de los espacios más queridos y por el cual nos sentimos muy afortunados los capitalinos. Cada quien tiene una historia que contar y que pasó bajo la sombra de sus árboles, algunos de ellos centenarios, como El Sargento, que pude conocer gracias a una novia que me llevó hasta él en uno de nuestros primeros paseos juntos, desde la Puerta de las Flores, pasando por los baños de Moctezuma, hasta los pies de este señorial ahuehuete.

También en ese lugar admiré una recién inaugurada obra maestra de la arquitectura mexicana, una de las que más me han impresionado, el Museo Tamayo Arte Contemporáneo, de Teodoro González de León y Abraham Zabludovsky. Fue tal vez uno de los espacios que sembró en mí cierto gusto por el manejo de los espacios artificiales insertos en un contexto natural, aun entre los límites de una megalópolis. Con el tiempo, Chapultepec se ha convertido en un muestrario de grandes obras arquitectónicas y cada vez se suman más a su repertorio.

Hay muchas evocaciones que nos provoca Chapultepec. No es sólo el lugar sagrado del cual se abastecieron de agua fresca los habitantes de Tenochtitlan o donde se peleó con brío, según la historia que nos han contado, contra un invasor superior en fuerza y codicia. Es mucho más que la morada imperial de Maximiliano de Habsburgo o la residencia presidencial que mandó construir Lázaro Cárdenas en los terrenos del rancho La Hormiga. Es el pasado y presente de tantas generaciones que han dejado sus recuerdos en él y se han llevado algo a cambio: un primer beso, un momento de paz o las risas de los hijos y nietos.

Tal vez ya no encontremos tantos chapulines en él y nos cuestionemos el porqué de su apelativo. Quizá ya no nos acompañen las mismas personas con las que hicimos nuestra propia historia al recorrerlo. Lo que sí podemos dar por seguro, a pesar de todos los cambios cosméticos que se le han hecho, es que el bosque de Chapultepec, con sus carritos y puestos de comida, con sus lanchas y trenes en desuso, con sus museos y restaurantes de prestigio, con un simple algodón de azúcar y las ganas imperecederas de caminar por él, siempre será el parque favorito de los capitalinos.

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