Ciudad de México, abril 16, 2024 02:25
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¿Corrupción cultural?

Por María Luisa Rubio González

Qué es cultural y qué no lo es. La complicación del tema inicia con el término mismo. Cultura, como se sabe, proviene del término griego equivalente a “cultivo”, referido al cuidado del campo y del ganado; Cicerón lo utilizó en el sentido de “prepararse” en lo individual para cumplir con los ideales de la humanidad, tal como se “prepara” la tierra que recibirá una semilla, y se cuida y procura su germinación. Con el paso de los años, diversas corrientes de pensamiento han ensayado diversas y encontradas definiciones sobre el término, que resulta imposible resumir aquí.

Para efectos de esta columna, usaré la concepción de cultura como el conjunto de saberes, instrucciones, destrezas y habilidades con las que enfrentamos la vida, como individuos y como sociedad; una suerte de caja de herramientas que nos heredan y que heredamos. La cultura modela la dimensión social del ser humano, pero también es susceptible de modificación, así sea paulatina. Es una cierta forma de hacer las cosas, por decirlo de alguna manera.

Si entendemos la corrupción como la utilización de un poder (o recursos) confiados a alguien para un fin distinto del inicialmente establecido, particularmente en beneficio propio, podemos afirmar que, en efecto, la corrupción está en nuestra cultura; lo confirman frases de uso cotidiano como “el que no tranza, no avanza”, “ayúdame a ayudarte”, “un político pobre es un pobre político”, “con dinero baila el perro”, “el año de Hidalgo”, y otras tristemente célebres.

Profundizar en sus orígenes y sus causas trasciende por mucho la extensión y objeto de esta entrega. Sobre ello, es ampliamente recomendable la tesis “Corrupción, cultura y sistema político”, de Rogelio Mondragón, ganadora, en su tiempo, de un premio de investigación de la UNAM, y muy pertinente en esta época en la que se discute el Sistema Nacional Anticorrupción y se esboza lo que será la Constitución de la Ciudad de México.

Los costos de la corrupción se perciben en lo económico, en lo político y en lo social, y sobre su cuantificación hay muchos y variados estudios (ver Anatomía de la Corrupción, de María Amparo Casar). Sin restarle importancia a las demás, una faceta resulta particularmente inquietante: la relación entre corrupción y violencia e inseguridad. La normalización de la corrupción genera un efecto búmeran cuyo costo trasciende el de las cifras para cobrar vidas humanas.

La normalización de la corrupción significa, justamente, afirmar la cultura de la corrupción y si, volviendo a la definición inicial, entendemos por cultura una cierta forma de hacer las cosas, no hay tal cosa como corrupción pequeña, pues todos los actos corruptos, en su acumulación, alimentan y perpetúan la cultura de la corrupción. Partiendo de otra frase tristemente célebre: “Qué tanto es tantito”, el tamaño de la corrupción que enfrentamos está hecha de muchos tantitos.

Apartémonos un momento de tópicos como si es necesaria o no, si es intrínseca a las sociedades o no, si quién corrompe a quién: el que da o el que pide: suponiendo, sin conceder, que la corrupción es inevitable, ¿no valdría la pena detenerse a pensar cuándo es funcional y cuándo se convierte en una amenaza, no abstracta ni conceptual, sino real y tangible?. Y ya en esas, suponiendo, sin conceder, que hasta ahora hemos hecho las cosas de tal manera, y en ese sentido la corrupción es parte de nuestra cultura, también significa que podemos hacer otras cosas, hacerlas de otra forma y, en la acumulación, construir una cultura de la no corrupción, una cultura de la ética y de la legalidad. Difícil, sin duda, pero nunca tanto como seguir pagando los costos de la corrupción.

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