Ciudad de México, mayo 2, 2024 10:47
Opinión Mariana Leñero

El perro o yo

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Vivimos sin perro por muchos años hasta que un día mi madre dijo: Quiero un perro. No quedó otra más que aceptar. El día de la adopción mi padre no llegó a la casa.  Cuando salimos a buscarlo, estaba sentado en el carro debatiéndose entre el amor a mi madre o echar al perro. ‘Es que no puedo, mijita, odio a los pinches perros‘.

POR MARIANA LEÑERO

Mi padre odiaba a los perros. Una vez me confesó que tuvo una experiencia traumática y por eso la razón de su odio. Cuando era pequeño tuvo que alimentar al perro del vecino por varios años. Un perro salvaje que según mi abuelo lo haría hombrecito. Ahí en la azotea, encerrado, lo esperaba hambriento.  Mi padre no se volvió hombrecito, porque hombre ya era, pero lo que ganó fue un miedo tremendo.

Si llegábamos a visitar algún amigo que tuviera perro, mi padre nos aventaba a saludar, como carnada. Si el perro movía la cola, entrabamos a la casa y tranquilamente pasaba no sin antes fruncirle el ceño. Si el perro mostraba una pizca de hostilidad nos echaba la culpa y pedía que lo encerraran.  

Vivimos sin perro por muchos años hasta que un día mi madre dijo: Quiero un perro. No quedó otra más que aceptar. El día de la adopción mi padre no llegó a la casa.  Cuando salimos a buscarlo, estaba sentado en el carro debatiéndose entre el amor a mi madre o echar al perro. Es que no puedo, mijita, odio a los pinches perros.  Fue así como entre el perro o yo, mi madre eligió el “yo”.      

Nos libramos de perros por otros años hasta que adoptamos a Trufa. Una perrita blanquita, fresona, simpática pero un desastre. Educada no estaba.  Lo primero que demostró fue una ferviente obsesión por los pies de mi padre. Cada vez que se bañaba, Trufa lo esperaba sentadita para brindarle santos lengüetazos que lo hacían odiarla más.  Mijita por lo menos encierra a la pinche perra cuando me baño. ¿Sería que mi padre emanaba un olor a hueso, o a salchicha, o a tocino?  No lo sé, pero Trufa se quedó por varios años hasta que se murió de viejita. Ese día por fin mi padre se sentía libre. Sonreía a escondidas mientras consolaba a mi madre. Pero el gusto le duró poco. Después de unas semanas mi padre enfermo y murió. Estoy segura que Trufa ahí estaba esperándolo para lamerle los pies que lo dirigirían al cielo.

Nosotros también tuvimos un perro. Dorito. Me empeñé en quererlo pero era peligrosamente feroz. Después de varios intentos de educarlo, un día Ricardo pronunció “El perro o yo”. Y preferí a Ricardo.

Hace un año la cosa cambió. Un día mientras estábamos en el jardín llegó un perro peludo y enorme. Se nos echó encima moviendo la cola. Gracias papa, gracias. Decían las niñas.  No, no sé de quién es este perro, gritaba Ricardo asomándose a la calle para encontrarse al vecino que estaba muy apenado. Regina mientras tanto ya concertaba una cita para visitar un lugar de adopción de perros. Papá no nos dejes con las ganas, al menos vamos a ver. Rezongaban.  Ok, Como si fuéramos al zoológico, dijo Ricardo.  Solo a ver.

Llegamos. No pasaron ni 20 minutos cuando Ricardo ya tenía a Luna en brazos. Sofía se la había arrebatado a una señora diciéndole con voz hipócrita: perdón es nuestra, colocándosela a Ricardo que ya no tenía cómo contestar.

Y así fue como Luna se acurrucó en nuestro corazón y después lleno una parte del espacio que queda cuando los hijos regresan a sus vidas.

Ahora Ricardo y yo, cómplices y felices caminamos con Luna. Es parte de nuestras conversaciones y nuestra cotidianidad. Compañera de vida, incansable. Luna nos jala aventurera hacia nuevos caminos pero también nos detiene curiosa para disfrutar de las pequeñas cosas.

Desde que llegó me ha enseñado lo liberador que es tener deseos simples. Vivir en el hoy, distraernos sin remordimiento y descansar sin culpa. Con Luna las penas nunca son demasiadas y las alegrías son pretexto para saltar moviendo la cola. Me mira cuando dudo, cuando lloro, cuando río. No hay día que no me haga sentir bienvenida y eso lo disfruto como el sabor de un bombón.  Irremediablemente Luna me provoca ese amor ridículo y refrescante que traen los perros cuando se les abren las puertas. Al principio uno cree que son solo las puertas de nuestra casa para luego darnos cuenta que son, sin lugar a dudas, las puertas del corazón.

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