EN AMORES CON LA MORENA / El misterio de Nopaltepec
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Los nopales de Nopaltepec. Foto: Arantxa Colchero
El espectáculo se aprecia desde un camino de asfalto en buen estado que comunica al pueblo de Nopaltepec, cabecera del ayuntamiento del mismo nombre, con la joya de la zona, un Patrimonio de la Humanidad.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Los surcos de tierra seca se van desbaratando y revelan el abandono de extensos sembradíos en la inmensa nopalera cuyas pencas son las más grandes que el mundo haya conocido. Se sabe que el nopal, una vez que “pega”, no necesita más riego que el de las lluvias –sean ocasionales—para crecer y reproducirse. Y aquí hay miles, decenas de miles. Y nadie los corta, nadie los vende, nadie los come. Las tonalidades de las plantas van cambiando según su propio destino: algunas son grises por las plagas que ya habitan en ellas, sin matarlas aparentemente, o quedan atrapadas entre las marañas de las telarañas.
Las cactáceas sorprenden con otros atributos cuando van trepando sobre otras hasta formar montes de espinas, algunos de unos cinco metros, a veces entre arboladas. Como penacho, de la parte superior de las pencas surgen con magnífico acomodo las piedras semipreciosas que son las tunas y otras pencas pequeñas que asemejan plumas de aves exóticas. Aquí, además de nopales brotan preguntas: ¿De quién son estas llanuras? Cercada por las nopaleras aparece una barda ruinosa, que no delimita nada, donde se advierte con letras de pintura negra que el terreno no se vende, que “está en litigio”.
Da nerviecitos leer que la principal actividad del terruño, originalmente dominado por los teotihuacanos cuya magnificencia se constata a 20 minutos de aquí, sea precisamente la siembra del nopal, y que supuestamente cuando la producción baja, sea por el frío o por las sequías, la población también se aplica en la costurería, en talleres que no se ven. ¿Pero estos son los campos de la baja producción con semejante volumen y tamaño de pencas habitadas por los arácnidos? Es que no se come nopal, oiga, que lo que más se cosecha es el manjar de los dioses, la tuna, y entonces las pencas se dejan para que siga produciendo la fruta que se recolecta en julio y agosto. Y entonces el misterio se resuelve… pero no del todo.
El espectáculo de la cortina de espinas se aprecia desde un camino de asfalto en buen estado que comunica al pueblo de Nopaltepec, cabecera del ayuntamiento del mismo nombre, con la joya de la zona, un Patrimonio de la Humanidad: La arcada del acueducto de casi 50 kilómetros que mandó a construir el frayle Francisco de Tembleque, entre 1543 y 1560.
La plaza del pueblo –ubicado en los linderos con el estado de Hidalgo— luce limpia, con su kiosco y su Palacio Municipal frente al que hay dos palmeras frondosas y la placa que hace patente la declaratoria del gobierno del Estado de México que convirtió a Nopaltepec en un “pueblo con encanto”. Cuenta con un monumento con tres arcos que emulan el acueducto franciscano y a sus espaldas se ubica la iglesia de Santa María de la Asunción. El sábado prácticamente no cruza gente por la explanada. ¿Dónde están las familias? ¿Las 10,351 personas que de acuerdo con el censo de población 2020 habitan aquí? El domingo se pone un pequeño bazar y las únicas personas que aparecen son las que venden. A unas cuadras hay un buen hotelito para pasar el fin de semana… sin gente.
Buena parte de las aceras de Nopaltepec están recubiertas por un adocreto con figuras irregulares a semejanza de las nubes, bien trabajadas y sin brumos de concreto. La mayoría de las casas, que no son pocas, cuentan con acabados. Aunque pequeños, los negocios están bien montados, con aparadores bien presentados y sin grafitis ni signos de vejez. Hay una tlapalería que se adivina bien surtida… pero sin clientes. Así las fondas con las sillas vacías.
Los pocos con los que uno trata son amables y sencillos. Dos hombres de treinta y tantos, bien vestidos y bien peinados, platican sin prisa la tarde de un viernes, sentados en una jardinera frente al kiosco desolado, y no dan signo de desconcierto cuando se les interrumpe para pedirles alguna recomendación para comer. Ellos indican, con la misma paciencia, cómo se llega al restaurante Entre el fuego y la sal, donde en vez de maíz y nopales se ofrecen unos suculentos tacos de mariscos gratinados en tortillas de harina, al estilo norteño, y unos chilitos güeros en su salsa de pleonasmo, es decir de aguachile. Al fin damos cuenta de un lugar con clientes…
Ahí y en la cafetería Cecy, donde como búhos los lugareños buscan, pasadas las nueve de la noche, el nido de la intimidad en que puedan descansar los brazos sobre retazos cuadriculados al estilo italiano y deslizar la lengua para saborear una crepa que lleva al sueño de un café francés. Casi es primavera pero pega un aire helado.
Ante la escena inexplicable, absurda, imposible, surge otra pregunta: ¿No se trata de fantasmas?