EN AMORES CON LA MORENA / ¿Estamos vivos o muertos?
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Foto: Francisco Ortiz Pardo
Pese a la muerte, en los Viveros de Coyoacán se respira la vida
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Hay sin embargo un lugar exacto, que quedó a salvo de nuestro asalto.
Bajo mis pies sonajea la leña triturada en uno de los senderos por donde corro en los Viveros de Coyoacán. Cada rincón descubierto en centenares de veces que he estado allí me lleva a pensar que aunque se mira el bosque y no solo un arbolito, lo inexplorado es aún más infinito y no por la imposibilidad de cuantificar las hojas de cada uno de esos ejemplares, que ahora noto que han sido inventariados con una plaquita de lámina clavada con un clavo como en la Cruz de Jesús.
Hay también tocones, vestigios, cadáveres, sobre los que surgen pequeñas ramitas verdísimas que se resisten a la muerte o –valga una expresión evangélica— son la evidencia de la resurrección. O quizá el mensaje a las plagas, los bichos o los taladores que en esta ciudad abundan para poner en el lugar donde hubo un vergel el edificio que por arquitectura asombrosa que posea no dejará de palidecer frente a las formas que el humano nunca creó.
¿Estamos vivos o muertos?, me pregunto cuando me he detenido para mitigar la agitación y que la respiración vuelva a sus causes. Me encuentro frente a una imponente raíz que se ha vuelto una escultura, una raíz enorme que nunca había visto, ni en esa ni en otras veredas. ¿Y si estamos muertos, cuándo estuvimos más muertos? El cielo que alterna los azules con los nublados me pone más en la duda, y las garras de la raíz que parecen en perpetuo crecimiento están más secas unas que otras. ¿En verdad está muerto?
Llevo unos 15 años acudiendo a los Viveros como una extensión de mi vida. A la mitad de ellos, cuando cruzaba entre tocones evidentemente añosos por su grosor y textura, se me convirtió en una obsesión imaginar que cuando aquellos árboles estaban vivos tuvieron la mirada de Miguel Ángel de Quevedo, el llamado Apóstol de los Árboles, que donó para la fundación de este lugar la primera hectárea de una propiedad suya que era el Rancho Panzacola. Ahí cerquita hay una calle que lleva ese nombre. En la primera década del siglo 20, el mismo De Quevedo fue convenciendo a los porfiristas para que expropiasen o compraran terrenos circundantes, hasta que finalmente se lograron las 39 hectáreas que hoy lo integran.
Leo una nota triste de Selene Velasco, publicada en Reforma el 26 de febrero:
De una muestra de 299 ejemplares de 21 especies tomada en el parque de los Viveros de Coyoacán, 131 se catalogaron con riesgo alto o extremo. Expertos del Centro Nacional de Investigación Disciplinaria en Conservación y Mejoramiento de Ecosistemas Forestales, INIFAP y de ingeniería en manejo sustentable de Recursos Naturales de la Universidad Tecnológica de la Sierra Hidalguense revisaron todos los árboles ubicados dentro de 14 zonas circulares definidas de forma aleatoria, de 500 metros cuadrados cada una. Según el análisis, 32 por ciento de los árboles analizados estaban en riesgo extremo y 12 por ciento en riesgo alto. Cedro blanco, pino fresco, ocote, olmo chino, liquidámbar fueron las especies en mayor riesgo, mismos en los que se identificaron daños por madera descompuesta, grietas, problemas en las raíces, uniones débiles de ramas, cancros, arquitectura, ramas y copa.
He defendido la idea de que los Viveros, con todo y sus restos mortales y la existencia de un busto en bronce del gran Apóstol que está medio perdido en uno de los accesos, es un lugar donde, pese a la muerte, se vive la vida. Hasta en el otoño, donde en la parte de los pinos la hojarasca que truena a mi paso anunciando justamente la existencia, forma un colchón. Hay un recinto sagrado, el Árbol de la Salud, con un Cristo y una Virgen de Guadalupe, frente al cual los corredores se persignan para agradecer la respiración de la vida. Jesús muerto en la Cruz colocada en un árbol frondoso y vigoroso, lleno de vida. Siempre con flores, pocas veces crisantemos y las más rosas, girasoles, claveles… Hay un montículo que no entiendo sino por el descuido de la Semarnat (la encargada de Los Viveros, que debería dar explicaciones sobre los árboles muertos), que es una deformación del hombre y no de la naturaleza.
Entre casi 500 especies diferentes de árboles, allí me he mojado y con los ventarrones se me ha venido el terregal a la nariz. He terminado bronceado y también buscado las sombras jugando a las escondidillas con el sol. He respirado el frescor de los pinos y me he lastimado los tobillos con sus varas caídas que al pisarlas brincas como palillos chinos. He retado a los insectos y también hecho un pacto con ellos para que nunca una picadura duela más de la cuenta. He leído, meditado; escribo algunos versos. Lloro y me río. Pienso en los míos, pido por ellos. Me respondo preguntas para preguntarme más cosas. Resuelvo con ingenuidad.
Entre las veredas, que tienen nombres de árboles –acacias, pinos, jacarandas, araucarias, cedros, fresnos— se dividen las áreas con las especies que dibujan nuestros ecosistemas, incluido el del desierto, con sus cactáceas; y en pequeñas llanuras sin vegetación el sol permite el crecimiento del pasto de los prados donde las parejas prueban las mieles de la sensualidad en medio del paraíso. Hay un Buda, el famoso Buda, una referencia para encontrarse en la paz, que nos recuerda que la espiritualidad tiene diferentes rostros. Entre matorrales he visto un pequeño foro en forma de catarina donde algunos leen en voz alta y otros ensayan el teatro como si todo los demás no fuese teatro.
En los diferentes rincones aparecen, según la hora, los grupos de yoga, de taichi, de artes marciales, de transferencia energética, los que bailan, lo que tocan percusiones africanas o el saxofonista extraviado que nos deleita gratuitamente; o los que ensayan pases taurinos por afición, a veces bajo un calor inmisericorde, como el de los últimos días, pero a veces con el fresco provocado por el viento que remueve la flor de y regala el espectáculo de la vida que cae cuando las hojas se desprenden de las copas. Hay un concierto de disonancias estravinskianas donde cientos de corredores sobre la pista de dos kilómetros –con piedritas de piedritas tezontle que cada temporada deben ser repuestas– producen los ritmos de percusiones golpeando el piso con sus tenis, y la respiración colectiva hace los instrumentos de viento. Hay los solos que prefieren no estar mal acompañados; duermen, leen un libro, meditan, hace una postura de hata.
Hay los que caminan descalzos, haciendo una especie de rito, a pasos pausados. Hay el muy gordo que hace el esfuerzo encomiable por arrastrar los pies en el camino de tierra; el mismo que afuera es estigamtizado como si los de afuera contaran con el librito sobre el “bien vivir” mientras soportan abusos. Hay los que alcanzan a sus pequeños de un tirón de la mano cada vez que ellos intentan liberarse del amor familiar para ir a escudriñar en la ternura de las ardillas. Hay la ausencia de los pájaros, ausencia que cuando no existe se vuelve apreciable a la indiferencia y nuestros oídos más sensibles a sus canciones. Algunos tienen nombres poco comunes: perlita azulgris, aguililla rojinegra, colibrí berilo, chipe flamante, chara, picaflor canelo…
Y hay un sepulcro, que es donde yace un amor, que solo sé yo dónde se ubica. Me gusta la idea de que un día, cuando ya no esté, viva en el recuerdo de alguien que trota la imagen de mí pasando por esos senderos hasta llegar a la raíz muerta en que vive la pregunta sin respuesta, que es lo que nos vuelve inmortales.