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Fotograma: Especial
Lo que vuelve más relevante a El triangulo de la tristeza, una película no estadounidense nominada al Oscar, es la filosofía que va dibujando a lo largo de 140 minutos; se pueden enlistar sus lances contra la corrección política.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Dinero, es un crimen. Repártelo equitativamente pero no toques mi tarta.
Pink Floyd
En la cotidianidad está la vida. Y curiosamente en ella también la indiferencia, la ausencia. Cuando pasamos desapercibidos nos ponemos en estado de alerta y la era digital parece ser la solución a nuestra soledad. Hay un mundo paralelo que abrazamos como parte de esa cotidianidad pero que no es real. Es el “maya”, término en sánscrito que significa ilusión. Y el hilo conductor de todas las ilusiones juntas es el dinero.
Del dinero, efectivamente, y no de los ricos –como se ha confundido en diferentes reseñas y críticas al alcance de la internet— trata El triángulo de la tristeza (mismo nombre en inglés), una sátira cinematográfica que no deja títere con cabeza y lleva al espectador literalmente hasta la náusea explícita. Su coproductor, el mexicano Julio Chávez Montes, ha dicho que lo que le atrajo del guión del sueco Ruben Östlund es que cuestiona todo. Y sí: todo es todo… con todo y la risa.
Como suele ocurrir con la interpelación de nuestras costumbres normalizadas, los críticos del cine no están muy conformes con ello, ceñidos tal vez a guiones a los que no se permite sobrepasar ciertos límites porque supuestamente se cae en la pretensión o el “autoelogio”. Lo mismo dijeron de Bardo de Gonzaléz Iñárritu, empeñados en entenderla bajo el modelo habitual. Eso es un buen signo. Pienso que Los Olvidados de Buñuel no tuvo la aceptación en su tiempo ni de la crítica ni de los espectadores pero que, además de ganar la Palma de Oro en Cannes, hoy es Patrimonio del Mundo de la UNESCO.
Así Östlund ya ganó por esta película la Palma de Oro, la segunda en su carrera. Y, además de estar nominado por el guión de El triángulo de la tristeza, aspira a un Oscar como mejor director por parte de la academia que en los últimos tiempos goza de burlarse de sí misma (tal vez por mérito de Woody Allen).
Los espectadores aplauden en la parte de los náufragos una escena de “justicia social”. Pero el gusto dura muy poco, pues la empleada que limpiaba los baños en el navío se convierte en la nueva explotadora.
Efectivamente, El triangulo de la tristeza hace una crítica brutal y sin concesión sobre los excesos de los ricos y de su ceguera; pero si solo fuese eso sería una película casi normal. La cinta tiene apreciables méritos técnicos y tremendas actuaciones como la de la bellísima actriz sudafricana Charlbi Dean, que se fue en unas cuantas horas de este mundo, a los 32 años de edad, al contraer una extraña bacteria. Paradójicamente, Dean además de actriz era una modelo, personaje que encarna en la cinta.
Sin embargo, lo que vuelve más relevante la película es la filosofía que va dibujando a lo largo de 140 minutos; se pueden enlistar sus lances contra la corrección política: El mundo de la moda que recurre a frases “humanistas”, los gays directores de esa industria que explotan a otros hombres por negocio, un feminismo recalcitrante que termina por ir contra la propia mujer, un discurso de falsas izquierdas que comen fast food, la belicidad como un boomerang, los roles sociales, que al cambiarse vuelven a los excesos, y la nobleza de una persona convertida en el “blanco” al que todos tiran.
Una isla se aparta del recurso trillado como metáfora porque en la trama ya resbalaron los personajes por los fangos con vómito en un barco a la deriva. Entonces en la parte de los náufragos los espectadores se emocionan y aplauden –es literal– una escena de “justicia social”. Pero el gusto dura muy poco, pues la empleada que limpiaba los baños en el navío se convierte en la nueva explotadora. El dinero, pues. Siempre el dinero. Y la contundencia del fracaso teórico de quien pronostica igualdades con base en tal (des)valor, y no en la sencillez de la vida, la alegría, un aroma, la solidaridad, la generosidad o el derroche del tiempo dedicado a uno mismo.
La soberbia del mundo occidental (de mi cosecha es que con todo y su “ciencia” y su forma de aproximarse a la religión) es lo que queda en entredicho en esta obra que, siendo extranjera, ha sido nominada al Oscar como mejor película. El antecedente de los galardones otorgados a la Roma de Cuarón y a la sudcoreana Parásitos, la ponen más cerca de la hazaña, al lado de directores de sobra identificados por Hollywood como Steven Spielberg.
Pero eso no es lo que importa: A fin de cuentas, los reconocimientos son parte de lo que el propio Östlund critica. Lo que ya tiene para sí El triángulo de la tristeza es que quien se atreva a verla –toda una experiencia—ya no volverá a ser indiferente ante su propio egoísmo, al menos por un tiempo. Pero si más tarde le parece normal seguir reproduciendo discursos de moda por los más débiles, con esos disfraces tan lindos para vender en redes o reuniones sociales mientras se derrocha dinero en restaurantes de lujo y se confunde el “merecer” con el consumismo, habrá de quedarse en su triángulo de la tristeza, que es algo más trágico que una arruga entre los ojos y la nariz.