DAR LA VUELTA / La estrella Michelin
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Los tacos de El Califa de León. Foto: Especial
Muerdo el taco, cierro los ojos y se me sale una lágrima. Han pasado 30 años y todavía me acuerdo.
POR ABEL VICENCIO ÁLVAREZ
En mis tiempos cuando hablábamos de michelines no era sobre estrellas de restaurantes; se trataba de las adiposidades meridionales propias y ajenas, vulgo lonja o llantita, recordando a la centenaria mascota de dicha empresa llantera, el Bibendum u Hombre Michelin. Pero el día menos pensado nos encontramos todos hablando de las estrellas a la calidad culinaria, en particular sobre la inesperada distinción que la taquería capitalina El Califa de León se llevó por parte de la Guía Michelin.
Para muchos parecerá extraña y sorprendente la distinción otorgada a una pequeña taquería común y corriente, de esas de plancha y delantal, de refrescos de grosella y barrita para comer pegados a la pared, que sobrevive en la Ribera de San Cosme ahogada entre puestos ambulantes que inundan la banqueta.
Para mí no, y les quiero contar por qué:
Visité una sola vez en mi vida El Califa hace casi 3 décadas, cuando ya era una leyenda, pero antes de que se abriera la cadena comercial del mismo nombre. Solo una vez, y un par de tacos bastaron para que se convirtiera para mí una experiencia memorable.
Pides un taco de gaonera: sacan el cortesito perfectamente preparado individualmente del refrigerador, ponen una generosa cucharada de manteca de cerdo en la plancha caliente, y justo al centro el filetito. La plancha esta tan caliente que la magia comienza en segundos. La carne comienza a cocinarse y dorarse. Ahí es cuando el taquero pone el único condimento del día: unos granos de sal gruesa (-y si mal no recuerdo, unas gotas de limón-). Apenas da tiempo para voltear la gaonera que ya muestra su lado perfectamente dorado en las crestas y chorreando de jugo en los valles. Al tiempo que la carne, el taquero pone en la plancha la tortilla que, si bien ya está cocida, recibe una ligera tatemada compartiendo calor con su futuro complemento.
El sonido y olor de la plancha se extienden de inmediato, haciendo que las glándulas salivales exploten de ansiedad.
No creo hayan pasado más de 90 segundos. El taquero ha puesto la carne en la tortilla y la tengo ya en un platito de plástico. Solo queda probar el taco. Aquí no caben ni salsas ni complemento alguno: esto se trata de mí, y de un taco perfecto de carne jugosa con unos granos de sal y unas gotas de limón, que unos segundos antes se transfiguraba en la plancha. Muerdo el taco, cierro los ojos y se me sale una lágrima. Han pasado 30 años y todavía me acuerdo.
¿Merece una taquería de unos 20 metros cuadrados una estrella Michelin que, según sus reglas, se otorga a lugares que utilizan ingredientes de la máxima calidad, preparan platos con sabores distintos y a un alto nivel constante?
Pues sí, claro.