Ciudad de México, octubre 8, 2024 22:21
Opinión Mariana Leñero

Etc., etc., RTC

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

Era un trabajo que requería mucha atención. Ni pensar en adelantar lecturas atrasadas de la escuela, cortarte las uñas o pensar en novios. Había que fijarse en cualquier movimiento, palabra y  escena.   Me volví experta reconociendo errores de vestuario, actores enfermos,  micrófonos colgantes, pelucas mal puestas, besos falsos o  pasiones verdaderas.

POR MARIANA LEÑERO

Gracias a la generosidad de mi tío Javier, tuve la oportunidad de trabajar en la Dirección General de Radio, Televisión y Cinematografía, mejor conocida en México como RTC.  Como interventora de gobernación, título que desencajaba un poco con mi corta edad, me encargaba en asignar clasificación a los contenidos de los programas de televisión que se exhibían en México: para todo público, para adolescentes y adultos, para adultos. Desde novelas traídas de Venezuela, Colombia o España hasta películas de arte, de vaqueros, de muñequitos…

No fue fácil conseguir el puesto. Tuve que estudiar completita la Ley Federal de RTC y pasar un examen difícil y tedioso, lleno de reglas y leyes que ya ni recuerdo.

Cuando lo logré comenzó mi primera experiencia laboral. Checaba tarjeta, saludaba a la secretaria, revisaba mis asignaciones, platicaba con mis compañeros y entraba con respeto a la oficina del jefe cuando me llamaba. 

Cada día te asignaban diferentes programas para clasificar. Con videocasetes en mano, pluma roja, diccionario y hojas rayadas, te lanzabas a enclaustrarte en unos cubículos que apestaban a cigarro  o a sudor de camionero ebrio o a perfume de rosas avejentado.  Sentada en una silla que seguro en años anteriores era cómoda, te disponías a trabajar.

Podía tocarte ver el inicio del capítulo, el intermedio o el final. También sucedía que aun cuando ya había terminado tu jornada no tuvieras el tiempo para ver el final del programa en el que estabas “picado”. Cómo no saber si Doña Eugenia se suicidó, si Mario era el padre del hijo de María, o si Josefina había envenado a  Don Luis.  Había que buscar la forma de que algún compañero te intercambiara ese capítulo para poder verlo al día siguiente.  Hasta los interventores más intelectuales se enganchaban en esos asuntos.

También te tocaba registrar el minuto y el segundo exacto de alguna escena que debía “considerarse”.  O bien,  eras tú quien tenía que “re-considerar” la escena que otro compañero había visto. Había que discutir y tratar de unificar criterios para asignar clasificaciones justas.

Era un trabajo que requería mucha atención. Ni pensar en adelantar lecturas atrasadas de la escuela, cortarte las uñas o pensar en novios. Había que fijarse en cualquier movimiento, palabra y  escena.   Me volví experta reconociendo errores de vestuario, actores enfermos,  micrófonos colgantes, pelucas mal puestas, besos falsos o  pasiones verdaderas.

Miraba con atención y anotaba el momento en que accidentalmente Juan Alfonso le pellizcaba la nalga a María de Los Ángeles; a Sofía se le salía la chichi al arrastrarse en el piso por Bernardo o cuando Rosalinda interrumpía la boda de Joaquín y Amparo, gritando una serie de palabrotas. Palabrotas que habría que buscar en el diccionario para entender su connotación.

También recuerdo las conversaciones con mi padre después del trabajo. Hablábamos de las nuevas palabras escuchadas, de los dramas, de las absurdas situaciones y el descontento que nos causaba pensar que yo era la censura de la que él, en tantas ocasiones, fue presa.  La suerte es que mi padre evitaba el drama o el victimismo y pasábamos rápidamente a discutir la riqueza del español: los mexicanismos, venezolanismos, colombianismos. 

Ya en la universidad renuncié.  Es solo hasta hoy que traigo a la mente las memorias de mi primer trabajo. Lástima que el recuerdo apareció demasiado tarde. Cómo me gustaría tomar el teléfono y agradecerle a mi tío Javier la oportunidad.  Pero ya no está, quizás se encuentra mirando programas de la vida diaria, creando historias y riéndose a carcajadas. Seguramente sin censuras, ni dramas y disfrutando sobre todo de finales bonitos.

Compartir

comentarios

Artículos relacionadas