Ciudad de México, noviembre 24, 2024 16:02
Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / Falsos aztecas

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Siete de cada cien mexicanos, aproximadamente, hablan todavía una lengua originaria, entre una gama amplia y diversa. Exaltar a los aztecas no los reivindica, los estereotipa 

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

En el punto donde casi se juntan dos cabezas emplumadas enormes que han sido diseñadas con foquitos de colores, desemboca la calle 20 de Noviembre, justo frente a la Catedral Metropolitana. Sobre la avenida ha quedado suspendida otra gran figura con el calendario azteca. Una de las representaciones prehispánicas, que a las 19 horas de cada noche de este septiembre se convierten en un espectáculo maravilloso de iluminación, corre con su cola de serpiente a lo ancho del primer edificio construido por orden de los conquistadores, en lo que fue un islote legendario donde floreció el gran imperio azteca.

Con las piedras de los templos aztecas derribados, efectivamente, se erigió lo que hoy se conoce como Palacio del Ayuntamiento, en 1524, apenas tres años después de la Conquista, elocuente símbolo de la fundación de una nueva ciudad, que hoy es la capital de México. Allí despachó Claudia Sheinbaum Pardo como Jefa de Gobierno hasta el 16 de junio pasado, cuando se fue en pos de la candidatura presidencial del partido oficial. 

Casi al mismo tiempo se comenzó a edificar, por orden de Hernán Cortés, lo que fue el Palacio Virreinal y que hoy habita el Presidente de México, el mismo de ascendencia cantábrica que sobre duelas de maderas finas exige la disculpa de la monarquía española, asemejándose cada vez más al personaje que busca ser, impoluto héroe de viejas monografías para los estudiantes, cara a cara pintado al óleo –soberbio– contra el rey Felipe. Sin querer queriendo, es como si lo dijera Chespirito: “Que pida perdón por las tropelías de quien construyó la casa donde vivo”.   

Probablemente los dictaminadores de la UNESCO se ofuscaron al considerar tan sacrílegos inmuebles parte del Patrimonio de la Humanidad que es el Centro Histórico, donde compiten con las ruinas de un Templo Mayor que no conocieron los conquistadores porque se encontraba debajo del otro que fue demolido por ellos mismos. La Cuarta Transformación intenta calar en esas piedras recicladas una patria que nunca existió, donde es lo mismo decir aztecas que mexicanos. Pero la historia es imborrable, por más que se le imponga el cambio de nombre a una estación del Metro o a una calle, el retiro de una estatua, que se busque desdibujar la identidad de una ciudad que sintetiza lo que sí somos: el mestizaje.

Los aztecas fueron un imperio que dominó a rajatabla a centenares de pueblos indígenas de los tiempos prehispánicos. Así que la opresión de los pueblos indios, de la que los políticos de todos colores han buscado sacar raja política a lo largo de las décadas, es muy anterior a la Conquista. Siete de cada cien mexicanos, aproximadamente, hablan todavía una lengua originaria, entre una gama amplia y diversa. Exaltar a los aztecas no los reivindica, los estereotipa. 

Siglos atrás de que los mexicas fundaran Tenochtitlán, los mayas desarrollaron la maravillosa sabiduría que hoy deslumbra al mundo en la Península de Yucatán, en la región compuesta por cuatro entidades mexicanas, Belice y el norte de Guatemala, que con todo y el cacareado tren no son considerados nuestros antecesores. Teotihuacan era ya ruinas cuando la descubrieron los aztecas y la llamaron “ciudad de los dioses” por lo que supusieron, azorados ante monumentales edificaciones. Todavía hoy no se conoce más del 10% de lo que fue, tan cerquita de aquí.

Los chichimecas fueron rebeldes hasta siempre, bárbaros como los definiría la cultura occidental, y realmente nunca fueron conquistados, ni siquiera evangelizados. Los purépechas, en lo que ahora es el estado de Michoacán, tampoco fueron sometidos. Mientras que los tlaxcaltecas todavía son estigmatizados, junto a La Malinche y otros, como “traidores” de quién sabe quién. La complejidad de historias que forman lo que se ha llamado “Historia de México”, es reducida a la serpiente emplumada para festejar “la independencia”, que no ocurrió en 1810 sino en 1821, a partir de la insurrección de un cura criollísimo, un tanto coscolino y lenguaraz que reivindicó la madrugada del 16 de septiembre de 1810 el reinado de Felipe II; el mismo que más tarde tomó en el templo de Anenecuilco la imagen de la Virgen de Guadalupe –¡el mayor símbolo del mestizaje!— para convertirla en el famoso estandarte.

En la retahíla de manipuleos, el partido de López Obrador alude en su nombre a la Virgen, sin reconocer que fue gracias a los frailes franciscanos y dominicos, y por la orden expresa de la reina Isabel, que en lo que hoy se llama México no hubo una política de exterminio de las razas originarias. Sí, así en plural: razas, entre las que estaban las sometidas por los mexicas. El imperio azteca, por cierto, rechazó como interlocutora a La Malinche del diálogo con los conquistadores del otro imperio, no por otra cosa que por ser mujer.   

Nadie dice que la iluminación no está bonita. La verdad es que sí apantalla. Miren ustedes: En la elaboración de los mosaicos monumentales que se encendieron en el Centro Histórico, Ángel de la Independencia y Paseo de la Reforma, participaron 110 trabajadores de la Secretaría de Obras y Servicios, se utilizaron 21 mil focos LED, 23 kilómetros de escarcha, 22 mil metros de manguera luminosa, 5 toneladas de varilla y 3 toneladas de alambrón. Todo, además, con materiales reciclados.

En los Edificios de Gobierno y Virreinal se observan imágenes del Templo Mayor (la Casa de las Águilas, Templo de Tezcatlipoca, Templo de Quetzalcóatl y el Templo de Tonatiuh); mientras que el Centro Joyero se encuentra iluminado con los rostros de Leona Vicario; Miguel Hidalgo y Costilla; y José María Morelos Y Pavón; el Edificio de Mercaderes muestra a Josefa Ortiz de Domínguez y en 20 de Noviembre, se encuentra la figura de la Piedra del Sol o Calendario Azteca.

El problema está en los detalles. Y es que ni Sheinbaum ni Pardo. Tampoco López u Obrador o Gálvez. Ninguno de esos son apellidos autóctonos y por supuesto que sin tan dramática historia se habrían dado las “cuatro transformaciones”. Ni podríamos deleitarnos con un molito poblano, la cochinita pibil o los chiles en nogada. Moctezuma no usaba sombrero de charro. Y Cortés no se sabía las canciones de Joaquín Sabina.

En ese galimatías de confusión y verdades a medias, Martí Batres, jefe de Gobierno sustituto de Ciudad de México, dijo al inaugurar la iluminación, el 4 de septiembre: “Somos México, somos Mexhico (sic), somos también los reivindicadores de la Gran Tenochtitlan y de nuestra historia, de nuestras raíces. (…) La Independencia de México fue una revolución popular encabezada por Hidalgo, por Morelos, por Vicente Guerrero, por Leona Vicario, por Josefa Ortiz; y fue esa revolución popular, la Primera Gran Transformación de México, de la que nos sentimos muy orgullosos”.

Vamos, pero es que no tiene que ver chana con juana. No se trata del festejo de la fundación de Tenochtitlán. No conozco de parte del cura Hidalgo –el “padre de la patria” que arrebató con un madruguete esa denominación a Ignacio Allende– ninguna idea acerca del autogobierno de los pueblos indígenas, aunque se aprecie con justicia su abolición de la esclavitud; y en José María Morelos y Pavón, el sucesor en la lucha, apenas sabemos de un legado más estructurado de incipientes pero importantes fundamentos de los derechos humanos, que no practicaban ni los unos ni los otros.

Desde la perspectiva de la azotea del edificio que hoy alberga la Casa de España (qué paradoja), se puede ver la magnificencia de un fragmento de nuestra historia en su expresión arquitectónica: El Templo Mayor, la Catedral y los edificios de diferentes épocas del México independiente. Tres, cuatro, cinco en uno. La purita verdad que a mí se me pone la piel chinita. No fuimos nosotros los derrotados, fueron ellos, los mexicas, que apoquinaron su cuota de sangre en nuestro sincretismo cultural. Por más que no nos guste: Nosotros, los mexicanos, ganamos una patria, que hoy el gobernante en turno se niega a reconocer… desde un Palacio Virreinal.             

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