Ciudad de México, abril 26, 2024 17:26
Carlos Ferreyra Revista Digital Septiembre 2022

Una familia como otras

“No recuerdo haber escuchado una mención a los asesinados, ambos probadamente de bien. Imagino que era una costumbre muy arraigada en la región: quizá influencia hispana, el muerto al hoyo y el vivo al bolló”.

Por Carlos Ferreyra

Dicen que el abuelo paterno, José Maria, era un hombre de gran tamaño, con troncos por brazos, un torso redondo de arriba a abajo, sin grasa alguna y unas manazas como filetes sin aplanar.

Hombre de a caballo, tenía todos los vicios del charro mexicano: arbitrario, voluntarioso, cacique y guía de una familia con un primogénito, Francisco, trece lindas mujeres y al final mi padre, Alfonso.

Curioso, también contaban que era portugués, había arribado con sus hermanos, uno quedó en el Caribe, otro en el norte, uno mas en el centro, no faltó el jarocho y nuestro tronco familiar en tierras tarascas.

La verdad nunca hubo curiosidad por saber el origen familiar, la abuela Concepción Leon, oriunda de la Hacienda de Tzindurio, pariente cercana de los Morelos, descendientes de la rama Morelos y Pavón.

Coloquialmente Chite, una deformación del diminutivo Conchita, hubo de hacerse cargo de la familia propietaria de vecindades y mesones a la muerte del patriarca.

En la escuela primaria mis hermanos, yo, éramos los únicos Ferreyra al parecer en todo Morelia. Una maestra amable y seguro acomplejada, quiso dilucidar el origen del apellido.

El hijo mayor, casado con una jovencita particularmente hermosa, que contaba con la protección del suegro; fastidiado, el tío Pancho emigró a la frontera con Estados Unidos.

La única noticia que se conoció sobre su persona, es que en un vagón cargado de troncos se rompieron las cadenas y aplastaron al tío Pancho. Dicen que lo levantaron con espátulas.

Nadie lo lloro, nunca más se pronunció su nombre. Su hija, con el tiempo, se casó con el tío Enrique Morelos, de donde salieron dos hijos, Angélica y Enrique, Quica la mayor, Quique el menor. Los dos notablemente inteligentes sobrinos míos y a la vez primos.

Por estos desórdenes familiares y el desapego a todo dolor, la familia paterna se disgregó, las mujeres se casaron y  partieron a diversos pueblos del sur de Guanajuato y de muchas partes de la geografía michoacana. Con tres, quizá cuatro mantuvimos relativa cercanía.

En la escuela primaria mis hermanos, yo, éramos los únicos Ferreyra al parecer en todo Morelia. Una maestra amable y seguro acomplejada, quiso dilucidar el origen del apellido.

En charla con mi padre, la mentora habló de las culturas ibéricas, romanos, modaicos, musulmanes y cómo éstos permanecieron siete siglos en España y en Portugal.

Mi padre le explicó a la profesora, aunque tuve la impresión que el mensaje era para sus hijos, que quien vive bien en su tierra nunca la abandona y un poco bromeando, agregó que nunca investigó a los cinco inmigrados porque a lo mejor venían huyendo porque de oficio robaban burros.

Entendí el comentario. Mi familia, mi padre Alfonso también hombre de a caballo, ranchero, pero sin los vicios de los machos campiranos y doña Elena, una dulce mujercita muy linda y sensible.

Mis hermanos, Olga la mayor, Alfonso y yo, “la gorda del perro”, lo que sobró en la opinión ofensiva cuando me querían enfurecer.

Mis nietos, sobrinos, sobrinas y sus hijos.

Del lado materno también hay episodios extraños. Dos tíos, Carlos y Gilberto uno alcalde en Tacámbaro y el otro diputado, fueron bajados del tren en que iban a la ciudad de México.

Los fusilaron allí mismo a la vista de los pasajeros y de un hermano menor que una señora de nula virtud defendió gritando que ese jovencito era suyo, que ella se lo había robad.

No recuerdo haber escuchado una mención a los asesinados, ambos probadamente de bien. Imagino que era una costumbre muy arraigada en la región: quizá influencia hispana, el muerto al hoyo y el vivo al bolló.

Esa actitud social me ha llevado a preguntarme cuando ví el primer muerto matado. Los moridos eran cuestión cotidiana y se velaban en la sala de la casa o en el corredor del patio.

Meditaré y lo contaré el siguiente mes…

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