Ciudad de México, diciembre 8, 2024 16:32
Carlos Ferreyra Opinión Revista Digital Abril 2023

Fiesta florida

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“El entusiasmo fue auténtico. La gente se volcó a las calles del centro donde mágicamente aparecieron los puestos de buñuelos enmielados y atole blanco de masa. Y había guadañas, chagungas, nieve de pasta, mezcal en penca dulce para mascar, gelatinas de vino y habas cocidas en su vaina”.

POR CARLOS FERREYRA

Escuchábamos, como proveniente de otro planeta, que en la capital, el lejanísimo Distrito Federal, celebraban las fiestas de Primavera y hasta una reina y un desfile de carros ricamente adornados desfilaban por las calles más importantes.

No sé a quien se le ocurrió pero miraba los afanes paternos en el taller de la embotelladora donde laboraba cuando no estaba cerca de sus amadas vacas.

Uno de los monstruosos Mack era poco a poco transformado, creo, me imagino, en un florido vergel en cuyo centro quedaría la emperatriz con sus princesas y los fieros, aunque desnutridos guardianes.

Nunca había habido un festejo parecido en Morelia Y nunca más don Alfonso, mi padre, puso su entusiasmo, su imaginación, para imponer la fiesta de las flores.

Lo acompañé un breve trayecto y salí huyendo de esa cámara de tortita. A la vista del conductor, varios mozos con varillas y ganchos hacían a un lado, levantaban los cables eléctricos para impedir que el festivo vehículo dejara sin luz a media ciudad.

La pachanga Florida coincidía con las solemnidades juaristas, uno de los fastos patrióticos más entrañables.

El entusiasmo fue auténtico. La gente se volcó a las calles del centro donde mágicamente aparecieron los puestos de buñuelos enmielados y atole blanco de masa. Y había guadañas, chagungas, nieve de pasta, mezcal en penca dulce para mascar, gelatinas de vino y habas cocidas en su vaina.

Claro, había venta de pollo de plaza por todos lados y muchos tenderetes con juguetes artesanales, los únicos que conocíamos: trompos, baleros, yoyos, camioncitos y cochecitos de madera,  muñecas, de trapo con cabeza de sololoy, espadas y escudos romanos de lata o madera y los infaltables cascos romanos.

Todo el entusiasmo y la participación popular se diliyó cuando apReció la monarca ptimaberal: una pariente  del dueño de la refresquera. Nadie supo ni cuándo ni dónde la entronizaron.

Pero además la pachanga Florida coincidía con las solemnidades juaristas, uno de los fastos patrióticos más entrañables.

El 8 de mayo, recordatorio del nacimiento de Miguel Hidalgo, fiesta acaparada por la Universidad, de muchísima gala; 16 de septiembre con su noche previa de El Grito, desfile de escuelas primarias y participación de contingentes escolares de municipios o ciudades pequeñas de los alrededores.

Y la fiesta máxima, el Natalicio de Morelos con visita de batallones militares, cadetes a caballo tocando la Marcha Dragona y hasta los ruidosos y atemorizantes tanques de guerra.

Esas eran las fiestas que nos conmovían, las que nos hacían agitar una banderita al paso de un convoy militar.

La profundidad del espíritu patriótico no podía ser sustituido por una fiesta pagana, porque después los curas se ocuparon de hablarnos de Carnestolendas, algo que nunca entendimos pero que tampoco nos interesaba. Nos llamaba la atención la siembra en la parcela escolar, tarea a la que dedicábamos mucho tiempo libre.

Tal como surgieron las festividades primaverales, igual desaparecieron. En una bodega de la empresa quedaron amontonados los cabezudos, de los que no se consiguieron muchos, porque aparte de la enorme crisma debían utilizar zancos. Y eso sin posible visión del piso y sus accidentes.

Hubo peticiones hasta del gobernador para repetir la experiencia, sólo que al ocurrente, mi padre, no le significó ni siquiera el reconocimiento.

Finalmente don Alfonso prefería los homenajes a Juárez que las patochadas de importación. Lástima, pudo con el tiempo convertirse en un atractivo para el turismo…

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