Ciudad de México, julio 26, 2024 18:15
Opinión Francisco Ortiz Pardo

Jugaba la sencillez en el bosque

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La viscosidad del gran charco –escenario de antiguas y legendarias historias de amor– animaba a imaginar animales acuáticos que habían mutado de tal forma que les habían crecido bigotes y colmillos.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Hay recuerdos para huir y estar aquí a la vez. En tiempos del Ómicron serenarse en un parque es reconstructivo, sobre todo después de que el virus ha puesto a prueba las autodefensas. Entonces la memoria atrae los tiempos en que nos ocupábamos de la sencillez. De matar un fin de semana completo conviviendo con primos y tíos del lado paterno, primero el pic-nic y luego el rally para descubrir las fuentes y los lugares emblemáticos del bosque: que El Quijote, que el Ahuehuete de Nezahualcóyotl, que los Baños de Moctezuma, que el Tótem…

Estaba entre todo eso la visita guiada al Museo del Niño y al de Historia Natural, al de Antropología y al de Arte Moderno y por supuesto al Nacional de Historia, en el Castillo. A la Feria y al Cárcamo de Diego Rivera. La peli en la Megapantalla. La comida en La Poblanita. El teatro en el Centro Cultural del Bosque. La merienda de pambacitos de Tacubaya. Una plantación de arbolitos…

Mi primo Rafa y yo planeábamos con antelación todas las actividades del Festival Familiar de Chapultepec, una idea original de mi tío José Agustín que tomamos con gran entusiasmo. La organización comenzaba con una investigación de precios y horarios, para poder fijar la más amplia agenda cultural al menor costo, todo incluido en la compra de un abono, sin ganancia para nosotros, claro está.

Nada se improvisaba. Y no es que no se diera un espacio a la espontaneidad, a la que abonaban las ocurrencias, las risas, los fastidios. Teníamos todas las entradas aseguradas, nada de que llegamos a la obra y ya no había boletos, por ejemplo. Era un festival, hecho y derecho. A cada participante se le entregaba un pin –recuerdo alguno que era con forma de chapulín— y un itinerario de cada día con cada uno de los eventos y sus horarios.  

El festival, que se realizó por tres o cuatro primaveras, estaba impregnado de evocaciones costumbristas de cuando eran niños los tíos, pues vivieron a un costado del bosque, en San Miguel. Lo más difícil de la organización era garantizar el arribo puntual a cada uno de los eventos. He ignorado de manera oportunista aquellos momentos en que la impuntualidad de algunos abortó planes.  

Y es que los problemas de entonces bien podían ser ahogados en el lago, donde en una trifulca entre dos navíos estuvimos a punto de naufragar varios de nosotros y llevarnos un buen chapuzón. Más que un resfriado preocupaba seguramente tener que patalear en el agua estancada que habían condimentado con sus aceites naturales y otros desechos orgánicos otros miles de navegantes a lo largo del tiempo. La única constancia de sobrevivencia allí la daban los gansos que sumergían el pescuezo y luego reaparecían con peinados extravagantes, fijados con la extraña mezcla química en el agua.

La viscosidad del gran charco –escenario de antiguas y legendarias historias de amor– animaba a imaginar animales acuáticos que habían mutado de tal forma que les habían crecido bigotes y colmillos. ¡Veinte años antes que La forma del agua! Como sea, salimos ilesos. Y contentos.

Hoy le llamaríamos “dinámica de juegos”. Pero entonces no teníamos la necesidad de tales rimbombancias. Aunque tampoco nos gobernaba la corrección política, he olvidado los detalles y las reglas, tal vez por el recuerdo bochornoso de que algunos acabaron en calzoncillos en pleno bosque y prefiero omitir cómo es que ocurrió eso. Lo importante es que no quedó registro gráfico alguno de tales escenas entre árboles descomunales que pudiera comprometernos ante la Santa Inquisición de las redes sociales.

Nos encargábamos de la sencillez, efectivamente; sin móviles, ni políticos ni telefónicos.

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