Jugando el juego del amor
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La lista de novios y de amores frustrados comenzó a crecer. Sus rechazos más que promover lágrimas eran el pretexto para comenzar a escribir en mis diarios sobre el sabor del despecho.
POR MARIANA LEÑERO
Qué bonito es el amor cuando Dios nos lo concede, decía mi madre cuando alguna de mis hermanas se enamoraba. Desde temprana edad quise imitarlas, pero eso de enamorarme de verdad llegó más tarde.
El teatrito comenzó en el Colegio Madrid con Juan Carlos. Modosito, con pelito relamido, naricita de almendra y ojo saltarín, Juan Carlos era el galán del primero C. Tanto a Paola, Valeria, Emiliana y a mí nos traía arrastrando por los suelos.
Cuando en el recreo jugábamos Vaselina, todas queríamos ser Sandy porque Juan Carlos era John Travolta. El problema es que Valeria cantaba re-bien y estaba re-chula e invariablemente nos ganaba el lugar. Así que mientras que la re-chula y el pelito relamido cantaban Summer Loving, Paola Emiliana y yo éramos las chicas del coro cantando Dip da-dip da-dip doo-wop da doo-bee doo…
Recuerdo muy bien el día que Valeria faltó al colegio. Era nuestra oportunidad así que como toros de rodeo con humo saliendo por la nariz y piernas rascando piso, las chicas del coro esperábamos con ansia a que ese día sonara la chicharra. Por fin seriamos Sandy. No sé quien llegó primero pero Marianita, mi tocaya, que ni siquiera era del coro, nos chingó el lugar. Ya no tendríamos oportunidad alguna. Marianita tenía carita color porcelana y a Juan Carlos le gustaba.
Desde ese momento las chicas del coro nos unimos ante la desgracia y seguimos haciéndonos idiotas por un tiempo. Ahora que lo pienso Marianita no tenía mucha gracia, era solo muñequita. El que salió perdiendo fue Juan Carlos porque nosotros sí teníamos pasión.
Luego estuvo Pedrito. Pese a que íbamos en el mismo camión de la escuela y nos unía el lazo de ser amigos de la colonia, Pedrito nunca correspondió mi “amor”. Le caía mal. Eso se lo dijo a Emiliana y a mí, porque yo estaba al otro lado de la línea telefónica. “No la voy a invitar a mi fiesta porque me cae gorda”. Golpe bajo, pelotazo en la jeta y primera rajada en el corazón. Aun así por varios meses seguí intentando caerle bien al cabrón y nada, hasta que decidí mejor hacerme amiga de su hermana.
Recuerdo que lo más cerca a las maripositas en el estómago fue con Enrique. Un día mientras jugábamos los del salón D y el salón C, Enrique me tomó de la mano. Éramos pareja en un juego en donde hacíamos un círculo y tenías que salir corriendo cuando “te tocaba”. Enrique me tocó pero no a mí sino al anillo con piedrita que yo traía puesto. Lo sobaba mirando para arriba disque distraído. Creo que para mí ese fue mi primer “faje” y aunque ni novios fuimos y ninguno de los dos nos gustábamos mucho, siempre lo recordaré como “el primero”.
De ahí vino la historia de Andrés y Juan con quien jugábamos a las “parejitas”. Pero de parejo no tenía nada. Gaby y yo éramos mejores amigas y disque “salíamos” los cuatro juntos. Ella con Juan y yo con Andrés. Gaby guapísima, con su belleza natural y corazón de bombón se robaba la atención de ambos. Así que mientras yo quería emparejarme con Andrés, ambos babeaban por Gaby. Yo, la arrimada. El juego de las parejitas terminó en cuanto Andrés y Juan comenzaron a lidiar con sus cambios desentonados de voz y con sus primeros granos.
De ahí siguieron fiestas donde jugábamos a la botella y a la semana inglesa. “Que si te besa”, “que si le das una cachetada”. “Que por favor me toque”, “que por favor no me toque”. Besito de piquito, miradita coquetona. Los corazoncitos en mi diario, las llamadas por teléfono me robaron noches y me regalaron suspiros.
La lista de novios y de amores frustrados comenzó a crecer. Sus rechazos más que promover lágrimas eran el pretexto para comenzar a escribir en mis diarios sobre el sabor del despecho. Diarios que aún conservo y que no termino de leer por su sabor agridulce con pizcas de nostalgia. Ya luego tuve más suerte, pero eso será para otra historia.