Ciudad de México, noviembre 23, 2024 01:57
Dar la Vuelta Opinión

DAR LA VUELTA / El Monstruo de Coyoacán

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Era más grande que la de cualquier humano y arrastraba una cola tan larga como robusta, por lo que entre gritos y lamentos, mientras huían del lugar los asombrados feligreses, creyeron haberse topado con el mismo diablo.

POR JUAN BECERRA ACOSTA

Al lado de las casonas y calles empedradas del centro de Coyoacán conviven historias y leyendas fantasmagóricas que, a pesar de traer consigo una gran carga de mitos, siempre y sin excepción guardan al menos una verdad. Francisco Sosa, la calle que conduce de Av. Universidad al Jardín Centenario, vía que inicia en la antigua Capilla de San Antonio de Padua cuyo puente virreinal sirve para cruzar el aún vivo Río Magdalena, continúa siendo testigo del asombro y pánico no sólo de turistas y visitantes, también de los propios vecinos que asustados ante las apariciones y espectros, comparten con sus ancestros avecindados en el mismo pueblo hace siglos los sobresaltos que resultan de enfrentarse a lo misterioso y desconocido.

Hace no tantos años, antes del error de diciembre pero después de que López Portillo llorara, vecinos del Barrio de Santa Catarina que desde la Plaza de la Conchita hasta el Templo del Altillo -construido por el arquitecto Félix Candela- se dirigían a misa dominical de siete de la mañana, fueron testigos de la aparición de una criatura que parecía provenir de una historia de terror.

Bajo el puente y a la orilla de río vieron a un ser de color rosa pálido cuyas fauces mostraban unos colmillos descomunales y sus garras parecían poder destruir con un simple manotazo cualquier escudo, sin importar que estuviese forjado con el metal más resistente. La cabeza era más grande que la de cualquier humano y arrastraba una cola tan larga como robusta, por lo que entre gritos y lamentos, mientras huían del lugar los asombrados feligreses, creyeron haberse topado con el mismo diablo o, al menos, con alguno de sus enviados desde el averno para extender el infierno en lo que fue la primera sede de la Corona Española en territorio mexicano.

Los más valientes se atrevieron a echar una segunda y hasta tercera mirada. Discutían entre sí – entre persignadas- de si se trataba de un extraterrestre cuya nave espacial habría colisionado con la estructura virreinal, o tal vez una rata gigante, como la que cuentan que se pasea por algunos recorridos de la línea 1 del Metro, o la criatura malévola de algún científico loco, de esos que se creía que habían llegado a Coyoacán a mediados del siglo XX.

Corrieron por el sacerdote de los dos templos que comparten a pocos metros la Avenida Universidad, San Antonio y El Altillo. Los padres sin soltar el rosario no dejaron de rezar y con ello pedir perdón por los pecados que habían causado la desgracia que les acababa de llegar. La multitud comenzó a acumularse en aquel viejo puente, lo que llamó la atención de dos policías que, al tampoco encontrar respuesta al hallazgo, llamaron a los bomberos.

Finalmente, y después de varias horas, profesores de la Facultad de Veterinaria fueron convocados para ver si podían ayudar a, al menos, capturar a la bestia. Se acercaron a ella con redes y bastones eléctricos para responder a una posible agresión. No sólo se percataron de que el animal estaba sin vida, sino que a diferencia de lo que se pensaba, no era un ser de otro planeta, aunque sí de otro continente. Se trataba de un León que en vida fue propiedad de un político avecinado que, al morir su exótica mascota, le retiró la piel para hacerse una alfombra, y después aventar el resto de su felino al Río para, finalmente, deshacerse de él.

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