Ciudad de México, diciembre 21, 2024 21:15
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Un Nacimiento ¡vivo!

“Supongo que Emily heredó el gusto por esa costumbre hermosa de su padre, don Humberto Pinchetti.  El caso es que cada año agregaba alguna nueva figura, o un aditamento, a las estatuillas italianas que componían su Nacimiento”.

POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI

A la memoria de mi hermano Humberto

Inevitablemente la Navidad me remite al recuerdo de Humberto, el segundo de mis hermanos, fallecido apenas hace un mes.

Hasta donde me acuerdo, Beto (que así le dijimos siempre) quiso ser ingeniero, pero por razones que no tengo claras decidió luego estudiar Administración de Empresas y obtuvo su licenciatura. Sin embargo, de alguna manera tuvo siempre una inclinación por la innovación y varias veces nos mostró utensilios y aparatos que merecieron haber sido patentados.

Seis años mayor que yo, Humberto fue durante toda mi niñez una suerte de “segundo papá”. Me cuidaba, jugaba conmigo. Nos íbamos juntos a la escuela, primero en el Circuito Colonias y luego en bicicleta, que era nuestro transporte favorito: él manejaba y yo siempre atrás. Mi hermano no era solamente el conductor. También se hacía cargo del mantenimiento de la bicicleta y de las reparaciones que fueran necesarias. Para eso tenía su stock de herramientas, completito, que incluía llaves de tuercas, pinzas, desarmadores, parches para cámara, pivotes de repuesto, aceite “3 en 1”, bomba de aire.…  Cuando sufríamos alguna ponchadura de llanta u otro desperfecto, él se encargaba, lo cual a mi me provocaba una gran admiración.  

Desde nuestra casa entonces, en la avenida Pedro Antonio de los Santos de la colonia San Miguel Chapultepec, atravesábamos todo el bosque por atajos y veredas y luego buena parte de la colonia Polanco hasta llegar al Instituto Patria, que estaba en la calle Moliere.

La Navidad en mi familia tenía tres aspectos principales, además del olor a pino del arbolito. Uno era por supuesto la tradicional e infaltable cena con la familia de mi madre, en la que convivíamos los primos, hijos de los tres hermanos Pinchetti (Emily, mi madre; Adelita y Enrico) con mis abuelos Adela y Humberto y mi tío abuelo, Romeo.

El segundo era la Nochebuena propiamente dicha, antes de irnos a la cena, cuando de pronto se apagaban las luces por unos cuantos minutos y enseguida se iluminaba la casa mientras sonaban las notas inconfundibles de Jingle Bell y  aparecían como por arte de magia los regalos: ¡había llegado Santa Clos!.

El tercero y quizá más importante de los tres aspectos era el tradicional Nacimiento. Durante muchos años fue mi madre la directamente encargada de instalarlo, para lo cual mi padre preparaba la infraestructura necesaria con mesas y cajas de cartón. En el mercado compraban el musgo y el heno con que se cubría aquel paraje maravilloso en el que pastores con sus ovejas y otros animales se encaminaban hacia el pesebre en el que María y José esperaban la llegada del Niño Jesús.

Supongo que Emily heredó el gusto por esa costumbre hermosa de su padre, don Humberto Pinchetti.  El caso es que cada año agregaba alguna nueva figura, o un aditamento, a las estatuillas italianas que componían su Nacimiento. Siempre le quedaba hermoso, aunque yo, un niño entonces de siete u ocho años, lo sintiera repetitivo y un tanto plano.

Poco a poco, Emily nos fue delegando la responsabilidad de la instalación  a mis hermanos Humberto y Margarita, y luego a mí. Aporté una innovación interesante: incluir una parcela de tierra en la que sembramos semillas de alpiste, que al humedecerlas con agua germinaban y semejaban una milpa viva en miniatura.

La gran innovación, sin embargo, fue la aportación de Humberto: un sistema hidráulico que hiciera posible la existencia de un río de agua corriente real en lugar de los espejos con los que simulábamos lagos en los que nadaban patos y peces de barro. “Hay que darle vida al Nacimiento”, decía.  

No fue fácil. Además de la construcción ingenieril del cauce fluvial, con su necesario declive y la instalación de puentes y cascadas, fue menester conseguir una bombita eléctrica que permitiera reciclar el agua para que esta fluyera de manera ininterrumpida por el río.

En ese entonces no era tan fácil como ahora conseguir una bomba adecuada. Fuimos Humberto y yo a la calle de Independencia, en el Centro, a buscar en las tiendas especializadas que ahí funcionan una que tuviera la potencia adecuada para levantar el líquido desde el depósito en el que caía bajo la desembocadura del rio, hasta su nacimiento en la parte alta del Nacimiento, tal vez a un metro o metro y medio de altura.

Por supuesto, mi hermano se encargó de la instalación de la bomba, incluida su alimentación eléctrica. Además de un adecuada y llamativa iluminación a lo largo del río. Y cuando lo puso en funcionamiento con éxito, a su evidente satisfacción (recuerdo su alegría) se sumó el asombro y algarabía de Margarita y mío, primero, y de mis padres cuando les dimos la sorpresa cuando llegaban de un día de compras… seguramente navideñas.

En esa ocasión, además,  habíamos instalado el Belén (como algunos lo llaman) por primera vez a la intemperie, en el jardín delantero de nuestra casa, en la calle de Taxco de la colonia Roma Sur, lo que le enriqueció con un entorno natural.  ¡Teníamos un Nacimiento vivo!

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