Mi Navidad mexicana
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Una imagen setentera del árbol de Navidad de Liverpool. Foto: Especial
“Gracias al recalentado supe que existía la ensalada de manzana y el bacalao en el menú del diciembre mexicano, delicias que nunca faltarían en el ritual que Martín Beltrán y yo construimos con nuestros hijos”.
POR IVONNE MELGAR
¿Nueve posadas? ¿Nueve días de fiesta? No. Mi mamá no nos va a dar permiso a tanto.
Eso le dije a mis compañeras de la Secundaria Técnica número 17 en Coyoacán cuando en la navidad que inauguró los chispeantes años 80 comenzaron a llegarnos las invitaciones.
Sería el primer fin de año a la mexicana. El anterior, aunque ya estábamos aquí, conservó los ritos salvadoreños entre los amigos compatriotas de mis padres.
Pero siendo parte de la comunidad escolar, cálida, querible, atenta a que mi hermana Gilda y yo nos involucráramos en la pachanga que descubrimos era sello nacional, inició nuestra incursión al diciembre chilango.
Estábamos en el pleno apogeo de la música disco y el Savage Lover de The Ring animaba las posadas de aquellos adolescentes que también fueron anfitriones para mostrarnos la otra versión, la que algunas mamás y abuelas continuaban cultivando en el Distrito Federal con las vecinas que abrían sus puertas y cantaban “Entren santos peregrinos…peregrinos… reciban este rincón…”.
Fueron horas de deslumbramiento para unas púberes procedentes de El Salvador, donde la Navidad y el Año Nuevo eran y son acontecimientos que reúnen familias y amigos, pero lejos del carácter maratónico del desmadre mexicano: desde los intercambios hasta la programación de las posadas, con escala en desayunos, comidas y cenas sea con los del grupo, la generación, los del GYM, los de la cuadra, las íntimas…
Con esfuerzos que a la luz de los años cobran una gratitud mayor, mi madre nos inscribió a clases de piano para que continuáramos con la formación que recibíamos en la Escuela Nacional de Música en San Salvador.
Así que tuvimos doble aprendizaje del festín: el que nos compartía el ambiente de la secundaria –republicano, plural e incluyente– y el que propiciaba la maestrade la pequeña academia de la Campestre Churubusco, donde disfrutamos de esa subrayada decoración de esferas, luces, peluches y nochebuenas.
Y si el derroche de colores y convocatorias fue decolorando esa sensación de extrañas, “las extranjeras”, el banquete de las viandas navideñas parecía anunciarnos de aquí son, una vez que descubrimos las tortas de romeritos y el ponche.
Esa diversificación del gozo decembrino continuó en el CCH Sur. Y aunque todavía no nos era posible ir a las nueve posadas, sí nos atrevimos a pelear un permiso para fugarnos a la torna fiesta del 31 de diciembre y disfrutar algo inédito: el recalentado, ese gran invento mexicano del día 25 y el primero de enero.
En casa de amigas nos sumamos a esta tradición que desconocíamos: el placer de seguir comiendo lo de anoche, una práctica que en los años universitarios hicimos nuestra, convirtiéndonos en anfitrionas de una fiesta prolongada.
Gracias al recalentado supe que existía la ensalada de manzana y el bacalao en el menú del diciembre mexicano, delicias que nunca faltarían en el ritual que Martín Beltrán y yo construimos con nuestros hijos, convocando a la familia extensa, la de los amigos del alma y de la vida, a inaugurar el nuevo ciclo con las canciones que para cada uno habrían marcado el año que se iba. Hasta que la pandemia nos encerró.
Vino aquel brindis confinado de 2020, en medio de recriminaciones siempre injustas a quienes desafiaban los consejos preventivos, ante el ascenso de los contagios y las malas noticias que tiñeron ese tramo en el que todavía no llegaban las vacunas.
Fue un tiempo en el que, con el pretexto de la navidad, los funcionarios, secretarios de Estado incluidos, compartían la mesa con los reporteros. Había rifas, baile y una que otra buena e interesada indiscreción.
Fueron días de profunda añoranza y de inevitable rememoración: la tarde en que visitamos la Alameda Central, repleta de Reyes Magos y Santa Clos, esa feria de ilusiones que mostraba a las recién llegadas una imagen de la cultura del entusiasmo que nos engulliría en aquel sexenio del auge petrolero y la solidaridad mexicana con lo que llamamos las revoluciones centroamericanas de las que ahora solo quedan el dictador de Nicaragua y la capitalización populista que el gobernante salvadoreño hace del desencanto.
En el encierro en el que recibimos el aun pandémico 2021, el álbum de flash, fotos y videítos de la memoria me llevaron al desaparecido árbol del Liverpool de Félix Cuevas donde una noche del 5 de enero Santiago y Sebastián montaron camellos y entregaron sus cartas; recorrí los bazares que hubo en sus colegios y el infaltable concierto navideño de la primaria, una época en la que simultáneamente Luis Miguel nos acompañó con sus interpretaciones de villancicos que forman parte de la banda sonora de nuestras vidas.
Y cómo olvidar las posadas de la fuente universitaria, la cobertura con la que comencé en este oficio de periodista: encuentros en los que se rifaban computadoras y televisores, y en los que nunca me gané nada.
Fue un tiempo en el que, con el pretexto de la navidad, los funcionarios, secretarios de Estado incluidos, compartían la mesa con los reporteros. Había rifas, baile y una que otra buena e interesada indiscreción.
Con la alternancia panista, quienes cubríamos las actividades de Los Pinos, éramos invitados a la comida con el presidente. Me tocó una de Vicente Fox y varias de Felipe Calderón, quien se daba el tiempo de ir de mesa en mesa soltando una que otra anécdota o idea que posteriormente acopiábamos entre los colegas, bajo el compromiso de que todo era fuera de grabadora, sin fines de publicación.
En el recuento de las costumbres que dejaron de serlo por el COVID y la austeridad sexenal, que por supuesto era necesaria y justificada en el rubro del reventón, serán memorables las posadas de mi divino tiempo en el periódico Reforma y las prolongadísimas e incomparables pachangas de Excélsior, llevándose las palmas una que adoro recordar en la que Mi credo de K-Paz de la Sierra cimbró la pista al menos una docena de veces.
El primero de enero de 2022, en un petit recalentado familiar en el que Omicron pasó lista, sin dejar fuera a nadie, confirmamos que el virus que detuvo al mundo se había llevado consigo dos temporadas de apapachos y amontonamientos navideños y que su regreso sería lento, modificado y temeroso. Pero, sin duda, felizmente ineludible, con sus nueve posadas a la manera y al gusto de quienes habitamos la CDMX post COVID.