Ciudad de México, septiembre 17, 2025 00:51
Cine Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / La paradoja de ‘Las muertas’ de Luis Estrada

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“Sí, aquellas mujeres nacieron en un país podrido por la miseria, la impunidad y la misoginia. Pero también fueron criminales que perfeccionaron la sevicia con creatividad macabra”.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Yo veía Las muertas de Luis Estrada en Netflix y me sentía atrapado en una contradicción. El director de la bofetada, el mismo que nos acostumbró a la carcajada nerviosa en La ley de Herodes o El infierno, ahora se había metido con el expediente sangriento de las Poquianchis. Y lo que sugería era tan incómodo como sospechoso: que las grandes victimarias también fueron víctimas.

Pero yo no puedo olvidar lo otro: que las hermanas González Valenzuela no sólo regenteaban burdeles de provincia. Fueron verdugos profesionales, amas de un imperio de esclavitud y hambre administrada como si se tratara de una empresa familiar. La historia real habla de decenas de asesinadas, quizá más de un centenar. No había manera de exagerar aquello: el drama ya era tan desmesurado que ni la revista Alarma! podía añadirle morbo sin quedarse corta.

Ibargüengoitia lo entendió. Su novela Las muertas es menos crónica que sátira: expedientes judiciales leídos como farsa, burócratas solemnes que revisan el horror con frases de notario. Allí no hay compasión ni coartadas sociológicas. El sarcasmo es bisturí y disección. Y lo más genial: que Ibargüengoitia nunca necesitó ponerle a cuadro un logo del PRI para que entendiéramos de qué país hablaba. Porque lo que retrató fue algo más hondo: la cultura política mexicana, el cacicazgo como forma de ser, la corrupción como condición cultural. Por eso su humor negro trascendió su tiempo.

Estrada, en cambio, repite el recurso que ya desgastó: ese emblema político colocado en la escena justa para provocar una risa amarga. Funcionó en sus otras películas, pero aquí se siente mecánico, lugar común. Su martillo ya no abre grietas: apenas repica sobre la superficie. Y lo inquietante es otra cosa: mientras intenta acusar al Estado, su cámara acaricia a las asesinas, como si fueran engranajes deformes de un monstruo mayor.

El problema es la línea delgada entre explicar y justificar. Sí, aquellas mujeres nacieron en un país podrido por la miseria, la impunidad y la misoginia. Pero también fueron criminales que perfeccionaron la sevicia con creatividad macabra. Y en la serie de Estrada, ese horror se diluye en la idea de que ellas mismas fueron devoradas por el patriarcado. ¿Se puede humanizar lo inhumanizable sin restarle peso al recuerdo de las víctimas?

Y como si no bastara con la indulgencia, Estrada también tropieza en la dirección de actores. Lo paradójico es que muchos de ellos ya han probado su talento en otras obras, pero aquí el afán por subrayar lo obvio los arrastra a la sobreactuación. Los personajes no hablan: declaman. No actúan: caricaturizan. Como si al director le diera miedo que no entendiéramos lo que, de por sí, ya estaba claro. Y al final, ya es imposible saber si los personajes actúan su propio drama cuando gritan o lloran, o si en verdad sienten algo en esos gritos y esos lloriqueos.

La promoción mediática de Netflix no se monta en la curiosidad por la historia real, pero sí la despierta. Y el espectador, naturalmente, va a buscarla. Cuando la encuentra en los medios —que en estos días han vuelto a relatar el caso con detalle— la serie se queda pequeña, reducida frente a la magnitud de la tragedia verdadera.

Y, sin embargo, hay destellos que valen. La música, compuesta con un olfato tan preciso como cínico, es maravillosa al lograr evocaciones de churros populares: de las películas de luchadores que olían a matiné con palomitas rancias, o de aquellos westerns setenteros en los que los caballos galopaban en sets de cartón piedra. Ese guiño musical, más que un adorno, funciona como recordatorio de que el horror también se consume como espectáculo barato, como mercancía de serie B. Allí sí, Estrada alcanza a rozar la ironía de Ibargüengoitia.

La producción, particularmente en lo que toca a la dirección de arte, es impecable cuando reproduce la ambientación de los pueblos del Bajío de aquellos tiempos: las fachadas deslavadas, los mercados polvorientos, las cantinas con luz amarillenta donde el humo de tabaco era un personaje más. Esa reconstrucción es de lo poco que nos devuelve verosimilitud: uno camina con la cámara por esos pueblos y casi puede oler la mezcla de copal y estiércol.

Al final, lo que me queda no es el retrato de dos matronas que amasaron cadáveres como si fueran fichas contables. Lo que queda es un espejo en el que nos seguimos viendo: un México donde la impunidad es tan fértil que cualquier monstruo echa raíces, donde producimos verdugos y, al mismo tiempo, encontramos el modo de disculparlos.

Y esa es, quizá, la paradoja más dura: que seguimos necesitando a Estrada para que nos recuerde lo que ya sabíamos, aunque lo haga con una peligrosa dosis de compasión hacia quienes, en la vida real, jamás la merecieron.

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