Ciudad de México, junio 7, 2025 19:30
Revista Digital Junio 2025

Pedaleando por San Pedro

Andar en bicicleta por San Pedro era algo más que simplemente ‘salir a andar en bicicleta’: era pertenecer. Las banquetas eran nuestras pistas, los parques nuestros teatros, y los timbres de las casas, nuestros pequeños desafíos.

POR MARIANA LEÑERO

Aunque no hay una edad exacta para aprender a andar en bicicleta, yo inicié el proceso tarde. Y no fue en una flamante bici nueva —de esas que uno le pide a Santa Claus—, sino en la de mi hermana Eugenia. Ella, decidida a recorrer otros caminos —no los de la calle, sino los del ligue y el amor—, la dejó arrumbada igual que a la pobre muñeca fea de la canción de Cri-Cri.

Yo la rescaté. Estaba feliz de que por fin iba a “estrenar” bicicleta nueva —perdón, usada— como tantas otras cosas que heredaba de mis hermanas. Desde pequeña tuve el privilegio de vivir —en vivo y a todo color— lo que ahora llaman la experiencia vintage.

Era experta en el arte de la segunda mano: los patines, el libro de texto de matemáticas, el mandil del colegio, el vestido para el evento de verano… y, claro, la bicicleta. La espera para heredarla me desesperó un poquito más de lo normal. Porque, aunque desde pequeña Eugenia fue enamoradiza, tuve que esperar más de lo que yo quería para que cambiara a la bicicleta por pretendientes… haciendo que yo estuviera un poco pasada de edad —y de agilidad— para empezar a aprender.

—Pero mamá, ya todas mis amigas andan en bici sin rueditas —le decía, muy envalentonada. No tuvo que darme mucha explicación: bastó con dejarme avanzar media cuadra para que yo solita me diera cuenta de que, sin rueditas, iba a ser imposible.

Para la pobre bicicleta, esto de las rueditas enroscadas a los lados fue un bajón de nivel tremendo: una regresión total en su desarrollo. Algo así como: “pues ni modo, te chingas, te toca enseñarle a la más chica”. Y cuando llegó el momento de dejar de usarlas, fue mi mamá quien, por un tiempo, con su energía incansable —y una valentía aún mayor— corría detrás de mí para protegerme de cualquier caída, mientras yo intentaba no estrellarme contra nada… ni contra nadie.

La cosa no fue fácil. Recuerdo una vez en particular, cuando, por idiota —sí, ya sé que no suena bonito, pero no hay otra palabra— salí a dar la vuelta con mi amiga Gaby Gutiérrez, tan emocionada que se me olvidó amarrarme los tenis. En un abrir y cerrar de ojos, las agujetas sueltas se enrollaron en la cadena. Yo, perdiendo el equilibrio y sin poder bajar el pie para detenerme, caí directito al suelo.

Para acabarla de amolar, la caída fue justo frente a la cantina de la calle 17, en San Pedro de los Pinos. Una cantina que, para mí, representaba una zona de peligro.
Cada vez que pasaba por ahí con Cele —mi nana—, me apretaba fuerte la mano, aceleraba el paso y me decía con voz firme:


—No mires—.

Y si preguntaba por qué, su respuesta era siempre la misma:
—Los hombres que están ahí no son de fiar. Nunca les hables.

El miedo le ganaba a la curiosidad. Además, ese olor agrio que salía desde adentro —mezcla de cerveza caliente, cigarro y piso trapeado con Fabuloso— me revolvía el estómago y me quitaba las ganas de asomarme.

Una vez, le pregunté a mi papá:


—¿Por qué, si huele tan feo, desde afuera se oye que “esos hombres” (como les decía Cele) se la están pasando tan bien?


Y él, muy serio, me contestó:


—Porque toman para que se les olvide el olor.

Inspirada por su respuesta, en el siguiente paseo con Cele le expliqué, muy convencida, que esos hombres no eran peligrosos, sino felices. Que no olían su mugrero porque estaban ocupados en olvidar. Cele no dijo nada. Pero su silencio y su decisión definitiva de cambiar la ruta lo decían todo.

Así que el día que azoté justo frente a esa cantina maldita —prohibida por Cele y celebrada por mi papá—, fue el peor de todos los escenarios posibles.
Mientras los ojos azul-verde de Gaby Gutiérrez me miraban en shock sin saber qué hacer, yo me incorporé rápido y con dignidad (ya tenía experiencia además en otras caídas). Tenía poca agilidad, pero mucha inteligencia: porque en vez de luchar en sacar las agujetas todas engrasadas, decidí quitarme el tenis —que quedó colgando en la cadena— y decir con serenidad:


—No pasó nada, pero prefiero regresar caminando.

Gaby y yo, no se lo contamos a nadie. No por vergüenza (ni propia ni ajena), sino porque queríamos seguir teniendo la libertad de salir a andar en bici la próxima vez que quisiéramos. En esos años en los que se podía recorrer la colonia sin miedo. Más peligrosa era la cantina… que las calles.

Andar en bicicleta por San Pedro era algo más que simplemente “salir a andar en bicicleta”: era pertenecer. Las banquetas eran nuestras pistas, los parques nuestros teatros, y los timbres de las casas, nuestros pequeños desafíos. Recorrer sus calles era sentirse valiente, aunque una fuera la más chica de las hermanas, la que tardó en aprender y tuvo que esperar. Y aunque el equilibrio a veces fallara, la sensación de libertad era más grande que cualquier caída.

Con esa bicicleta heredada conocí no solo mi colonia, sino mi primer territorio: desde el Parque Pombo al Miraflores, donde los sueños se empujaban más alto que los columpios, el mercado con sus olores, la  iglesia… Andar en bici era llegar sin que nadie me llevara. Era ser niña… pero sintiéndome mujer, como mis hermanas…

En San Pedro, las calles hablaban. Y todavía lo hacen. Dicen mi nombre entre el sonido del afilador, el grito de los tamales o el olor a bolillo calientito. Ahí siguen los árboles, los puestos, la sombra de mis padres caminando después de comer, mis hermanas y mis amigos. Ahí siguen mis recuerdos, vivos, tercos, traviesos, haciendo de cada esquina una estación de mi historia. Pasan por mis recuerdos como el mismo aire que pasaba por mi cara cuando pedaleaba rápido.

Y aunque hace tiempo dejé esa bicicleta, y he aprendido a moverme en otros lugares, San Pedro me enseñó a moverme sola. Y volver —como andar en bici— es de esas cosas que nunca se olvidan.

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