Ciudad de México, septiembre 7, 2024 17:49
Francisco Ortiz Pinchetti Opinión

POR LA LIBRE/ Nostalgias del viejo centro

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“En distintas etapas, por muy diferentes circunstancias, el Centro Histórico ha tenido una singular importancia, de manera que es uno de mis espacios físicos más entrañables…”

POR FRANCISCO ORTIZ PINCHETTI

Aunque nunca he vivido ahí, y ni siquiera en sus cercanías, el Centro Histórico de la capital ha sido un referente casi cotidiano a lo largo de mi vida, que es bastante larga ya. En distintas etapas, por muy diferentes circunstancias, ha tenido una singular importancia, de manera que es uno de mis espacios físicos más entrañables.

Obviamente mis primeros recuerdos de esas calles con sus grandes tiendas departamentales se originan  en mi infancia, cuando acudía con mis padres a hacer compras sobre todo de ropa y algún aparato eléctrico  doméstico como, radios, televisores, licuadoras o acaso alguna lavadora. Entre aquellos almacenes tengo memoria clara del Liverpool, Junco y el Palacio de Hierro y otros ya desaparecidos como Al Puerto de Veracruz, Astor, Blanco y el Centro Mercantil. Recuerdo también las tiendas de Correo Mayor, a espaldas de Palacio Nacional, como la Mercería del Refugio y la bonetería de Capuchinas.  En lugar muy particular de mi añoranza guardo la juguetería El Jonuco, que se encontraba en uno de los locales del Portal de Mercaderes, frente al Zócalo, en la que me compraron muy más queridos juguetes.  Y la zapatería El Borceguí, de Bolívar 27, desde luego. Entre mis añoranzas de aquella época destacan por su puesto la iluminación de la época navideña, que cubría los edificios circundantes de la Plaza de la Constitución e incluía las principales calles del primer cuadro, destacadamente 20 de Noviembre, Madero, Cinco de Mayo, Venustiano Carranza, Bolívar e Isabel la Católica.

Entre los atractivos de mis incursiones por el centro, además de  husmear por aquí y por allá, estaba el disfrutar un trío de tacos de canasta (los mejores del mundo, diría yo) que ya estaban en boga en aquel tiempo…”

En otra etapa, ya un joven de 16 años tal vez, el Centro se convirtió en área de trabajo… y entretenimiento. Ocurre que luego de mi “exilio” de un año en Pachuca, donde terminé mi secundaria, entre a trabajar de medio tiempo con mi cuñado Rafael, que era entonces gerente de en la Unión Social de Empresarios Mexicanos, la USEM. Esta organización de empresarios cristianos dedicada a la difusión de la Doctrina Social de la Iglesia ocupaba una pequeña oficina se ubicaba en la calle de Bucareli 107, esquina con General Prim, en la colonia Juárez. Mi puesto era el de mensajero único, que en ese entonces se llamaba ´pomposamente office boy. Ganaba 250 pesos mensuales, pero tenía tiempo para asistir a la Preparatoria. Entre mis tareas estaba cobrar las cuotas de los asociados, hacer trámites en los bancos, compras en las papelerías. Y una muy especial: llevar a firma los cheques y otros documentos al tesorero de la USEM, que era en ese entonces nada menos que Lucas Lizaúr, español de origen, uno de los hermanos propietarios de El Borceguí, la zapatería a la que acudía de niño.

Don Lucas, como todo mundo le decía, era un hombre de muy buen corazón, generoso, pero tacaño y de muy mal carácter. Un cascarrabias. Era muy frecuente que me regañara por cosas de las cuales yo no tenía culpa alguna, como de que se usara bale bon y no más delgado en las copias de las pólizas. A veces me tenía hasta dos horas en espera para devolverme los documentos firmados, tiempo que yo aprovechaba para hurgar en los aparadores de la tienda. La verdad es que me gustaba la encomienda de ir con don Lucas, que era bastante frecuente.  He hecho hacía el recorrido a píe desde la oficina. Caminaba por Bucareli hasta la glorieta de El Caballito y de ahí seguía por la avenida Juárez, frente a la Alameda Central y luego por la avenida Madero, que entonces no era peatonal. Hasta llegar a Bolívar y dar vuelta a la izquierda para llegar a El Borceguí.

Entre los atractivos de mis incursiones por el centro, además de  husmear por aquí y por allá, estaba el disfrutar un trío de tacos de canasta, que ya estaban en boga en aquel tiempo. Los mejores (del mundo, diría yo) estaban en la entrada de un edificio de la calle de Isabel la Católica, casi esquina con 16 de septiembre. Exquisitos. Lo había, como ahora, de frijol, chicharrón, mole verde y papa. Con una salsa inigualable a base de aguacate y tomate verde. Costaban, imagínese, tres por un peso. Hoy valen 10 pesos cada uno, en el mismo centro. De repente me compraba algún biscocho en la ideal o llegaba ya de regreso  hasta la panadería Segura, en la calle de Independencia, donde de niño iba con mi inolvidable madre, Emily, a comprar pan y gelatinas. Negocio que por cierto sobrevive hasta la fecha, en el mismo alargado pasillo de  acceso a un edificio de vivienda.

Foto: Francisco Ortiz Pardo.

En otro episodio de mi vida, ya como reportero, el Centro volvió a ser ámbito frecuente para mis incursiones. Fue cuando mi padre, don José Ortiz, ocupaba la jefatura de redacción del semanario  Jueves de Excélsior, de la casa cooperativa Excélsior, de nuevo en la calle Bucareli pero en el número 7, muy cerca ya de la esquina con el Paseo de la Reforma. También entonces la hacía de mensajero voluntario para atender encargos del jefe, como ir a los bancos, a la farmacia o a alguna tienda del centro, que volvió así a ser mi hábitat intermitente. Lo fue con más regularidad años después, cuando entré a trabajar ya como reportero a Revista de Revistas y al mismo diario Excélsior, ubicado entonces en Reforma 18,  hasta que el Presidente Echeverría nos echó de ahí junto con Julio Scherer en 1976.

Ya mayor, el Centro Histórico se convirtió en un lugar de añoranzas gratas pero también de nuevas vivencias, ya fuera como fugaz comprador o como paseante despreocupado. Fue durante varios años el escenario de un insólito recorrido por las Siete Casas de los miembros de la Cofradía de Nuestra Señora de la Soledad, cada Sábado Santo. Los cofrades teníamos por costumbre visitar en esa fecha y durante todo el día siete diferentes bares o cantinas, entre ellas varias de las de mayor abolengo en el centro de la capital, antes de que se abriera la Gloria durante los oficios religiosos en la iglesia de La Profesa o en la Catedral Metropolitana.   

También lo disfruté muchas veces de la mano de mi querida Becky, mi ya fallecida compañera de vida.  Con frecuencia íbamos a pasear por sus calles, a mirar gente, a visitar una exposición o un museo, a disfrutar una comida. Nos gustaba por ejemplo ir a La Bota, en la calle Regina, a degustar una buena paella algún sábado o domingo. Y desde luego hasta la fecha frecuento el Centro Histórico con mi hijo Francisco, que lo tenemos como un ámbito mágico y venerado y al cual decidimos dedicar el número de Junio de nuestra ahora revista digital Libre en el Sur.  Juntos lo hemos caminado muchas veces y hemos tenido experiencias tan importantes como nuestra asistencia a las concentraciones de la Marea Rosa o el simple disfrute de un desayuno en La Blanca de Cinco de Mayo y un buen café, sin prisa,  en algunos de los establecimientos de la calle Venustiano Carranza, como el Bértico Café, o la búsqueda afanosa de los mejores chiles en nogada de la ciudad hasta encontrarlos… en la Pastelería Madrid  de Cinco de Febrero. Válgame.

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