Ciudad de México, julio 26, 2024 19:06
Carlos Ferreyra Opinión Revista Digital Diciembre 2022

¡A romper la piñata!

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“El festejo se repetía a lo largo de diciembre, los niños pasaban a romper una piñata rellena con fruta. Los maldosos incluían zapote negro o algún otro producto que dejara marca perenne en la ropa”.

POR CARLOS FERREYRA

Fue un espantoso choque de culturas. Pasé toda mi vida, catorce años el total de mi existencia por entonces, participando en las posadas, mirando la creación del nacimiento y con la alegría de la llegada del Niño Dios.

En los patios de las casas morelianas se colocaban enormes macetones de loza y espejos rotos y se colgaban incontables jaulas con pajarillos cantores o de vivo colorido; allí alineaban las sillas para los concurrentes a las posadas.

Discretos tragos de ponche aderezados con charanda para los adultos y trozos de caña y tejocotes para los menores. Era la bienvenida.

Las casas casi todas tenían patio interior, herencia o tradición tarasca, aunque los infaltables aspiracionistas pretensos descendientes de Iturbide y por tanto de casta real, atribuían tal disposición a los patios andaluces. Sevilla en La Soterraña, mi barrio.

Por una puerta salía la procesión con los peregrinos, todos con una vela encendida pidiendo posada para quienes huían del criminal que propició el sacrificio de los querubines, esos angelitos que son cabeza y alas.

Las piñatas se elaboraban en casa, una olla en desuso, papel de china doblado y con cortes para hacerlo rizos y engrudo con agua, harina y caliente.

La respuesta del otro lado de la puerta cerrada, era advertir que allí no era mesón, que siguieran adelante y no abrirían porque podrían ser un tunante.

Ni idea de quien era ese señor, pero don Tunante era desconfiable. El festejo se repetía a lo largo de diciembre, los niños pasaban a romper una piñata rellena con fruta. Los maldosos incluían zapote negro o algún otro producto que dejara marca perenne en la ropa.

Entre petición de asilo, una fracción de rosario y otros rezos, el coro escandaloso y desafinado reclamaba confites (dulces) y colaciones (bocadillos, botanas) “pa los muchachos que son muy tragones”.

Y en el momento estelar, reclamando turno para vendarse los ojos y tundirla, clamaban “no quiero oro ni quiero plata, yo lo que quiero es quebrar la piñata”.

La piñata tradicional era una estrella de siete picos, cada uno representaba un pecado capital. Y a palos había que terminar con ellos. Luego se olvidó el espíritu clerical y empezaron los personajes infantiles.

Las piñatas se elaboraban en casa, una olla en desuso, papel de china doblado y con cortes para hacerlo rizos y engrudo con agua, harina y caliente. Un atole malhecho pero efectivo para la tarea.

Así llegábamos al gran día. El nacimiento  creció conforme le agregaban elementos. Del escuálido pesebre hubo campos verdes con musgo, las colinas de donde bajaban riachuelos de papel de estaño. La nieve, claro.

Y se sumaban animalitos. El burro siempre hincado, venados curiosos, tortuguitas salidas de no se sabe dónde y en el copete del pesebre, la Estrella de Belén que guió a los tres reyes magos.

Los monarcas llegaban con ofrendas, oro, incienso y mirra. Se colocaban postrados y en actitud de entregar los regalos eran contemplados por sus transportes, elefante, camello y caballo para el emperador rubio.

¡El momento cumbre! Lo llamaban el levantamiento del niño. El coro de exclamando ¡entren Santos Peregrinos! Y todo era jolgorio. Mexicanos al fin, siempre había quien cambiaba ciertas estrofas.

En los momentos en que se abrían las puertas, el alarido acostumbrado que daba fin al canto: en donde entonaban entren santos peregrinos, la sustitución con párrafos de cantos de la guerra con el norte: entre tantos perros gringos, perros gringos…

Un día mi familia cayó en las garras de las culturas híbridas. Me encontraba chambeando en H. Steele, y miraba el arte con que preparaban los aparadores, con personajes, panoramas y música.

El aparador estelar por el que venia gente de todas partes, era el viejo pascuero, según los chilenos, el sanchoclos, de los malvados y San Nicolás pa los ignorantes. Dos meses previos a la Navidad.

De verdad fue espantos olvidar de golpe la tradición y verse atropellado por un ente desconocido, que se movía en la nieve, volaba y entraba a las casas por las chimeneas, tenía enanos desnutridos para fabricar juguetes y una esposa mofletuda y tragona.

Un par de años sentí desolación sin entender porqué se adoraban otras tradiciones. Los Reyes Magos, ante la aplastante figura del anciano ventrudo, destinados a desaparecer.

Pasamos, sin sentirlo ni saberlo, a las filas del pragmatismo mercante. Por cierto, el vetusto barrigón tampoco es gringo sino de las culturas del norte europeo.

Quienes intentaron preserva la costumbre, terminaron por convertirlo en bailongo, bebidas alcohólicas a pasto y de  peregrinos e infante ni un solo recuerdo.

Antes, las convocatorias eran de las iglesias para reunirse en oración; hoy el becerro de oro se impone proponiendo reuniones en sitios de consumo.

Nadie puede confundirse, la Navidad es cuando llegan los aguinaldos, se abre la temporada de festejos y de regalos. Por si faltara algo, se mezcla con actos comerciales espectaculares, todo es fiesta y alegría.

No hay marcha atrás, entusiasma mucho la fiesta sin control. Los ritos religiosos pertenecen a los antiguos. Quizá nuestros abuelos, con sus limitaciones los gocen…

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