Ciudad de México, diciembre 5, 2024 11:09
Carlos Ferreyra Opinión Revista Digital Marzo 2022

De Sara Montes al ate con queso

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Muchas casas con huertos usaban escusados de hoyo. Una tabla con distintas medidas para colocar el tafanario y tapas de madera para contener los aromas.

POR CARLOS FERREYRA

Personalmente no me parecen épocas lejanas, aunque a la mayoría les parezcan toda una vida.

Me ubico: Morelia estaba a caballo entre el DF y Guadalajara. La ciudad de poco más de 35 mil habitantes, se extendía a lo largo de la carretera nacional y a lo ancho, norte y sur, media docena de cuadras de cada lado.

Dos terceras partes de las calles con pavimento y zonas donde la llave de agua, en la esquina, era la proveedora del líquido para las viviendas de los alrededores.

Muchas casas con huertos usaban escusados de hoyo. Una tabla con distintas medidas para colocar el tafanario y tapas de madera para contener los aromas.

Las vecindades abundaban en los alrededores donde había mesones, entendidos como hospedería para las recuas y los arrieros.

La mercancía para los mercados llegaba a lomo de mula en las primeras horas del día. No existían refrigeradores y una solitaria fábrica de hielo satisfacía las necesidades de los privilegiados que tenían hielera.

El transporte urbano era escaso. La línea principal de oriente a poniente y viceversa, por la Calle Real, luego convertida en Avenida Madero.

Una segunda ruta daba vuelta en torno a la ciudad por Circunvalación, bordeaba el parque, pasaba junto al Bosque, llegaba a Santiaguito, la salida a Guanajuato y se acercaba a los ferrocarriles.

Zona agrícola, los morelianos salían a laborar a oscuras. En los jardines públicos bajo las hermosas farolas coloniales, se agrupaban los jóvenes nicolaítas para estudiar.

Y con las primeras luces partían a su escuela cruzando su camino con los lecheros que en cansinos jamelgos repartían el alimento. Un par de botes de estaño colocados a ambos lados de la cabeza de la silla, y en la mano el litro, igual de estaño con gruesa asa, para medir la venta.

Los animales no requerían de estímulo. Paso a paso recorrían su ruta y se colocaban mirando de frente el domicilio previsto.

También aparecía el burro con cántaros de barro. Tapados con hojas frescas de maguey, vendían el aguamiel, “bueno para la sangre y para los niños éticos” (desnutridos), proclamaban los vendedores.

Al jarrito que costaba centavos, agregaban pico de gallo, jitomate, cebolla picada, a veces jícama o quizá pepino, finas rodajas de chile serrano muy picante y tomado en ayunas no existía desnutrición que aguantara.

Por la ausencia de frigoríficos, diariamente se acudía al mercado donde los productos estaban llegando de granjas y plantíos.

Nada más de recordarlo me parece que hablo de la prehistoria: para una familia de cinco, más la auxiliar casera y su hijo, a lo mejor también la lavandera, se adquirían 50 centavos de verduras para el caldo y 50 centavos de carne para el riquísimo puchero de res.

La comida habitual era caldo, sopa, guisado, frijoles y postre. La sopa podía ser un arroz guisado, caldoso con trocitos de longaniza, luego el bistec aplanado con verduras cocidas, muy acostumbrado el chayote; los frijoles chinitos casi tostados con queso cotija. Del postre, ni hablar, ate con queso.

Contadas familias tenían teléfono que era de central. Se descolgaba y se pedía el número deseado. El aparato, objeto de lujo y presunción en la sala de cada hogar.

La ciudad moría al declinar el sol. Los vagos, a los portales a tomar café, algunas familias a cenar enchiladas placeras y la mayoría reunida alrededor del radio para escuchar los programas de la XEW, la Voz de América Latina desde México.

Había un horario para compartir con los chiquillos, se escuchaba al Panzón Panseco y su cohorte farandulera con la marquesa Carlota Solares y Calixta la telefonixta. Eran geniales, pero lo mismo se pensaba del Doctor IQ que recorría los cines más importantes del país, repartiendo premios a la sapiencia.

El público temblaba por la emoción. Arriba a la derecha, dictaminaba el Doctor. Aquí tenemos una dama, Doctor.

Tras pedirle su nombre y ocupación el momento acompañado primero por redoble y luego el acompasado sonido del palillo sobre el tambor.

Por la cantidad de 50 pesos que le serán entregados en su asiento, dígame, por 50 pesos, cuál era el nombre con que sus compañeros llamaban en la escuela a don José María Morelos y Pavón, dígalo por 50 pesos.

Después de sucesivos ehhh, y ohhh, algunos hummm, se oia la voz. El tamborileo había cesado, “no sé Doctor”.

En las casas los nervios, pueden creerlo, dejaba a todo mundo inquieto. En el cine las exclamaciones, aplausos y reclamaciones creaban un ambiente de caos.

Creo que se llamaba Sara Montes, actriz famosa, muy bella morena clara. Visitaba Morelia y se alojaba en la casa vecina donde vivía un bailarín de ballet. Corría la voz y de pronto el jardín de La Soterraña era invadido por una multitud.

Venían de todas partes, se quedaban pasmados, mirando a la bella que disfrutaba al máximo su gloria. Salía al portón con su amigo que se ubicaba abajo del quicio; ella recargaba con estudiada pose su barbilla en el hombro de su amigo y así, mirando al infinito, permanecía quieta.

Eran días gloriosos, inolvidables, tema para el comentario las siguientes semanas. ¡Ay, tiempos idos que ya no volverán..!

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