Ciudad de México, noviembre 23, 2024 03:40
Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / Soledad en las montañas

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

La ‘Sociedad de la Nieve’ nos lleva al lugar primitivo que sin embargo construye las solidaridades más civilizadas, el encuentro más humano, la conciencia de la soledad que de veras pruduce la necesaria generosidad para salvarnos nosotros mismos.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

La soledad no es una. Se puede estar acompañado o no, pero siempre se está solo. El asunto va sobre el contexto de esa soledad.  

La sociedad suele estigmatizar al solitario, que es el individuo. Se inventa juegos para acompañarlo cuando en realidad lo vacía de tanta presión y lleva a confundir su propia vida con el egoísmo. No es que una pareja o los amigos, la familia, no sean parte importante de la vida. Hasta para los monjes budistas acostumbrados al aislamiento, entrenados para meditar durante varias horas al día, el acompañamiento es importante en la vida. Pero la fórmula es de ida y vuelta, la generosidad es lo que abona a la felicidad, ser importante para el otro cuando solo puede ser posible eso si los unos le dan importancia a los otros. Pero ese acompañamiento se vuelve inútil para quien cree merecerlo per se, sin el menor esfuerzo y dolor, sacrificio. Porque eso es olvidar otra vez que estamos solos. Nadie podrá alimentar nuestra emoción si somos incapaces de sorprendernos ante las oportunidades en la vida, si damos las cosas por sentadas y creemos merecerlas solo por haber nacido. 

Todos somos solos, sostienen los psicoanalistas. Negarlo es autoengañarnos. Pero mientras unos desechan el gozo que da el encuentro, derrochando la vida, cada segundo de ella, en la ausencia que otorgan las comunidades virtuales, donde se cambia en el mismo instante estar con alguien físicamente por viajar a los lugares que consideramos más ciertos porque no tenemos que dar la cara y la sonrisa o el llanto son emoticones que hablan por nosotros y suplican la compasión de lejitos, desechamos la posibilidad de alimentar nuestra soledad y volvernos más humanos y menos robots.

Hasta que tal vez un día no estemos en el grato lugar en que alguien nos quería hablar con su propia voz, abrazar, besar, y nos toque la monstruosa experiencia de la supervivencia. Tal vez por eso en estos tiempos modernos nos estruja el alma una historia ya muy contada pero que interpela nuestro “no pasa nada” cuando alguien nos habla, esa falta de responsabilidad con nosotros mismos. La Sociedad de la Nieve (J. Bayona, Netflix 2023), sobre la épica de unos sobrevivientes jugadores de Rugby de un accidente aéreo en la región andina –frontera de Chile y Uruguay– en las postrimerías de 1972, es la película que nos lleva al congelamiento que no conocemos, al hambre que no padecemos, al consumo de nuestro propio cuerpo donde no hay tiendas departamentales para comprar guantes y abrigos. Al lugar primitivo que sin embargo construye las solidaridades más civilizadas, el encuentro más humano, la consciencia de la soledad que de veras produce la necesaria generosidad para salvarnos nosotros mismos.     

La Sociedad de la Nieve tiene una dirección actoral de primera, con actores talentosos que trabajaron cerca de los sobrevivientes o de las familias de los que no volvieron. La edición, la fotografía, la música, el guión, los efectos visuales, la ponen entre las más aclamadas de la lista corta de seleccionadas al Oscar en la categoría de mejor película internacional, donde tiene el privilegio de estar también la mexicana Tótem. No hay nada de lo que se haya contado del “milagro” de los andes que supere esta película, ha dicho Fernando Parrado, el héroe que caminó con su compañero Roberto Canessa durante 10 días hasta encontrar a un arriero que cabalgó a su vez 120 kilómetros para dar la señal de auxilio con la que fueron rescatados –después de 72 días– los 16 sobrevivientes, de los cuales hoy todavía viven 14,.

La pobreza social es trágica para un sector amplio de la población mundial; pero no paramos a pensar que todavía es peor el lugar donde el dinero no compra la vida. Donde no hay exiliados, sino abandonados. Justo ahí donde la soledad no consiste en estar solo, sino en compartir la desesperación con ante las majestuosas montañas que se imponen como los dioses. El hambre es el miedo más primitivo, dice Nando Parrado. Para que ellos vivieran tuvieron que morir otros 24, entre ellos cinco tripulantes de la nave del Ejército Uruguayo que los llevaría a Chile.

Esto no se cuenta en la película: Se trató de un error humano, por parte del piloto, que cortó antes de tiempo para enfilar hacia lo que creyó era Santiago de Chile. Nadie lo culpó, ni muerto, porque los sistemas de navegación todavía no eran tan avanzados. Y sí, se confió de tan experto que había cruzado decenas de veces la ruta, porque en 16 minutos es imposible bordear los andes. Sin radio, sin comunicación alguna con la “civilización”, los sobrevivientes comieron su cuerpo y el de los demás muertos. La antropofagia no lo explica porque no se trataba de un placer sino de la vida de veras. Los sobrevuelos de intento de rescate fueron inútiles; era imposible divisar desde el cielo el fuselaje clavado en la nieve. ¿Una soledad que tiene nostalgia por la otra, aquella en la que tenemos la posibilidad de decidir?

Lo saben los monjes tibetanos que fueron obligados por la persecución china a cruzar los Himalayas, a pie, durante varios meses, desde Tíbet a través de Nepal y hasta India, donde fueron exiliados. Cuando en Dharamsala entrevisté a uno de los voceros del Dalai Lama, lo noté convencido de que él era más feliz que un famoso actor de Hollywood por conocer el dolor al extremo. Para él cada segundo de su vida conforma un aquí y ahora que no es frase de moda. Nando Parrada dice después de haber perdido en el accidente de los andes a su madre y su hermana y haber sobrevivido después de estar “muerto”, que no hay día que pase sin que ría. Él –añade— ya ganó el Oscar hace 51 años. Pero quiere que lo gane su amigo de la infancia, Pablo Vierci, autor del libro en que está basada la cinta y también productor asociado de la misma.

El brutal realismo de la Sociedad del Silencio (filmada fundamentalmente en las montañas andaluzas), que España presenta al Oscar como su candidata sin tenerla fácil frente a la francesa A fuego lento y la finlandesa, Hojas de Otoño (otro excelente tratado con altísimas probabilidades sobre la soledad pero desde un enfoque psicosocial), es una sacudida –otra— después del Covid. No soy muy optimista de que se aprenda la lección, por supuesto. Pero pocas veces uno tiene la oportunidad de ver tan bien sintetizada –en poco más de dos horas y veinte minutos– la fragilidad del solitario ser humano y también su increíble capacidad de sobrevivencia. Ahora díganme ustedes, queridos lectores: ¿Dónde cabe en todo esto estarnos peleando por religiones o por ideologías?

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