Ciudad de México, noviembre 21, 2024 11:35
Opinión Rebeca Castro Villalobos

Te caes para que te levanten

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Fue una tarde, saliendo de la oficina, que escuché mi nombre. Y la vi. Si no fuera por esos ojos, no la hubiera reconocido. El escaso cabello gris, la cara desfigurada por los maltratos y su vestimenta  casi de pordiosera, causaron un cúmulo de sentimientos, y no pude evocar a esa hermosa joven que yo recordaba.

POR REBECA CASTRO VILLALOBOS

No fue hasta mis años ya no tan joviales cuando escuche esa frase. En realidad a mi no me caía, porque ya desde hacía algún tiempo tenía problemas de salud mental; pero bueno, siempre traté de no enfrascarme en polémicas y deje que continuara el parafraseo para cualquier motivo u ocasión. Claro, no era yo la aludida, o eso pensaba.

Actualmente ya es diferente. La siento como una dedicatoria a mi persona y duele, porque como dice en una oración que oportunamente encontré: “… que los amigos y familiares que sufren depresión ayuden, nunca considerándolos farsantes que usan la enfermedad con intereses de comodidad, sino que escuchen, comprendan y animen…”

Ciertamente es en esta pandemia, cuando mi situación anímica sobrepasa a veces mis propios límites, aún así, creo que no es motivo de que te etiqueten, te rechacen, te hagan a un lado o de plano te dejen, bajo el argumento de “te caes, para que te levanten”.

A mi mente viene una querida amiga, proveniente de una de las familias más pudientes, y que actualmente vaga por las calles, con una bolsa de plástico rellena de cacahuates, dulces, pepitas, botana en general, productos que vende a comisión por algunas monedas para solventar el pago de un cuartucho en una vecindad y quizás para costear algún alimento.

Por obvias razones no revelo su nombre.  La llamaré Azul, como sus ojos que a pesar de su turbulenta vida continúan llamando la atención. Pocos años menor que yo, llegamos a convivir dos o tres veces. Una de ellas fue mi copiloto a Guadalajara, cuando mi ahora difunto marido me dejó “plantada” y no apareció para un programado fin de semana.

En fin, Azul, la más chica de una familia de cuatro o cinco integrantes, si bien recuerdo, era la más agraciada. Además de esos ojos, su tez blanca y su cabello rubio. No sé en qué momento le perdí la pista, hasta que me entero que se embarazó y a falta de apoyo del padre, un prominente negociante, ella se hizo cargo de la manutención del niño. No le iba tan mal, porque logró sacar un crédito para una casa de interés social, que a decir de ella misma, la perdió por que “le jugaron chueco”.

Desconozco en qué momento los problemas de todo índole se le acentuaron, al grado que el padre se llevo (o le quitó) al hijo para crearlo junto con su pareja en turno. Dejó  de verlo por varios años.

Quizás la situación desencadenó una crisis emocional y, ya sin empleo y la falta de apoyo de la familia (padre y hermanas), y todos ya con una cómoda y holgada vida propia, me entero que Azul ingreso al Hospital Psiquiátrico, a según por varios padecimientos entre otros la esquizofrenia.

Sin recursos económicos, a sabiendas que los medicamentos para tratar esas afecciones son extremadamente costosos, cuando entraba en riesgo, ella misma acudía al nosocomio a internarse. Por lo que supe, era un entrar y salir de ese lugar, que por ser de beneficencia no podían tenerla mucho tiempo y en cuanto veían mejoría la despedían para que alguien más ocupara su lugar.

A propósito, en mi época de burócrata me vi en la obligación de acudir a una reunión, precisamente sobre salud mental a ese hospital: Me percaté que no sólo atienden a indispuestos emocionalmente, también hay reos peligrosos para el resto de la comunidad, de los que no han podido trasladar a otro sitio por falta de una legislación.

Posteriormente, me enteré que Azul se fue a vivir a un municipio cercano con un hombre que le ofreció casa y comida, beneficios que después le cobró haciéndola trabajar a base de golpes y agresiones físicas.

Fue una tarde, saliendo de la oficina, que escuché mi nombre. Y la vi. Si no fuera por esos ojos, no la hubiera reconocido. El escaso cabello gris, la cara desfigurada por los maltratos y su vestimenta  casi de pordiosera, causaron un cúmulo de sentimientos, y no pude evocar a esa hermosa joven que yo recordaba.

Con un hablar aletargado e inentendible por momentos, lo que logré conocer de su vida fue que dejó al individuo con el que vivió, cuando le fracturó la mandíbula y le tiró dientes. Y aunque, aseguró, se reencontró con su hijo, al parecer no tiene su apoyo para subsistir porque en esos momentos ya colgaba de su brazo la bolsita de plástico con botana para vender.

Siempre que me la encuentro me preguntó si puedo hacer algo más por ella, pero cuando la cuestionó me evade, con un “estoy bien”. “Mi hijo me ayudará a recuperar mi casa”. Eso sí, no pierde el brillo azul, pese a las piezas dentales perdidas, sus ojos sustituyen esa envidiable sonrisa que le recuerdo.

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