Ciudad de México, noviembre 24, 2024 07:15
Francisco Ortiz Pardo Opinión

EN AMORES CON LA MORENA / Un tótem en el cine

Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

Tótem es una película llena de ternura, conmovedora, pero más. La cinta incursiona en un cine psicológico donde los tótems y las metáforas son desafíos de diván.

POR FRANCISCO ORTIZ PARDO

Del sentimiento queda poco cuando las personas se comportan como en una realidad inescrutable, cuando menos se cuestiona todo, cuando más se muestra la apariencia. Todas las veces en que no se dice nada para hacer de la vida un óleo decorativo sobre la tela rasgada.

En los defectos de la familia mexicana, ese muégano de complejidades –y no pocas veces de complicaciones— está en cambio la capacidad de transparentar el dolor que se contagia de unos a otros por una causa común. Es a la vez locura y costumbre en la mesa de los desencuentros y los pleitos pero con gritos de amor auténtico. No es la cura ni evita la frustración; es una forma de acompañarse en la difícil tarea de vivir, donde el cariño alimenta. Es curioso que en esa forma tan culposa de vivir exista la verdadera resistencia al guión de una serie de streaming o las muchas otras ficciones en que nos hubiera gustado vivir, sobre todo de aquellos personajes poco convencionales. La familia mexicana no se da cuenta que su vida es mejor en la medida en que no se fractura más que el individualismo, aun cuando las emociones hiervan.  

Un enfermo terminal, un psicoterapeuta mudo que se percata de todo, una alcohólica, otra neurótica, los amigos excéntricos a los que les sobra el habla y una niña que trata de entender lo que no le explican los adultos. En Tótem, la película que fue propuesta para el Oscar por parte de la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas, las formas no son diferentes a las de nuestra vida cotidiana, que siempre consisten en una sobrevivencia. El mérito es que nos muestra lo que no vemos pero es de lo que nos avergonzamos. El encanto de la película, que por momentos tiene desplantes fotográficos que restan fuerza a la dramatización de los bien delineados personajes, está en aquellas escenas donde los acomodos de los símbolos son tan naturales como cuando los amantes se hacen los guiños con los que se deshebran las emociones.

Tótem nos repite aquello donde una gran idea no se logra colocar con justicia en la producción, eso que deja al cine mexicano en el “ya merito” del virtuosismo. No es Roma y, aunque no tendría por qué serlo, está lejos de ganar un Oscar. Pero la obra logra cautivarnos con las expresiones transparentes de una niña que se envuelve entre los cojines de una sala para encontrar un lugar seguro y cobijarse de la tristeza. Los niños suelen jugar a eso y los papás nunca se percatan de las causas que no son juego, como una ausencia del padre no voluntaria, sino inevitable. La escena poética de Sol, interpretada por Naíma Sentíes, una niña de siete años vestida de payasita, volando sobre los hombros de su mamá mientras canta una ópera para dar alegría a su progenitor que padece una enfermedad terminal es, por exagerado que suene, una toma imborrable en la historia del cine por la inquietante y finísima revelación de las propias fragilidades del espectador ante la muerte.

Tótem es una película llena de ternura, conmovedora, pero también mucho más que eso. La cinta incursiona en un cine psicológico donde los tótems y las metáforas son desafíos de diván. Pero carece de los contextos necesarios –lástima— que podrían ser sencillos ajustes del guión para haber llevado a los espectadores a un mejor puerto, que es aquel en el que se desembarcan con más dudas que respuestas; y convertir la anécdota en una compleja historia sobre la vida humana, contra la banalidad, esa cortina que sin embargo nos deja más encuerados.

A fin de cuentas, el totemismo aunque es algo primitivo de lo que se ha ocupado la antropología, fue estudiado por Sigmund Freud como un elemento de la conducta en la modernidad. Según me ha explicado la tanatóloga Hanae Beltrán, lo que hace diferente al hombre de otros animales es la conciencia de la muerte. El proceso de las familias, que están en un acompañamiento al final de la muerte cuando la ciencia ya no da respuestas, se sostienen de la espiritualidad y de lo totémico. Eso es de lo que trata en esencia Tótem, el segundo largometraje de la cineasta Lila Avilés.

Quienes no abandonen la sala antes en la primera mitad como consecuencia de un injustificado ritmo lento, se encontrará con imágenes poderosas. La niña toma el vino que le sabe a sangre, en una alusión al cristianismo donde es cierto que la glucosa del vino es la más similar a la de la sangre pero la sangre no sabe como el vino. ¿Dónde está entonces la consolación? La del padre en la presentación operística de Sol. La de la niña cuando el padre –un pintor de pincel— le regala a su hija una obra de arte con formas diversas para imaginar algo vivo, un reemplazo de las lágrimas acaso, pues casi nunca puede estar con ella. Ahí ya no hay otra opción como las que tienen los que derrochan. Pero hay una esperanza.  

Me supongo que de manera involuntaria la cineasta ha dado una cachetada a los mortales a los que se les va la vida pensando dónde ubicarse y para mitigarlo ponen su foto con su nombre, cada día más difusa e imposible porque mientras más centrada está la imagen en el cuadro, más afuera está de la realidad. La vida a mayor exposición se vuelve más inútil. El vacío es homenajeado hasta que llega la muerte. Cuando ya se estaba muerto porque la existencia fue catafixiada por una pintura decorativa…   

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