Una paz pactada
Los artículos de opinión son responsabilidad exclusiva de sus autores.

Foto: Imagen de INTERNET.
“La paz es de quien la trabaja, pero sus amos la juegan al azar: la negocian entre copas y discursos, para que el mundo crea que aún hay redención en el mercado de las guerras…”
POR NANCY CASTRO
MADRID. Los premios Nobel resultan ser tan arbitrarios como la paz que se celebra: depende más del poder que de la justicia. Ya tenemos a Donald Trump, candidato ideal para un Nobel concedido a quien con modestia fingida, presume haber detenido unas cuantas guerras.
Pero no, el Nobel fue para Corina Machado, exdiputada y dirigente del partido Vente Venezuela, quien asegura trabajar por la democracia de su país. En sus propias palabras: “Hoy más que nunca contamos con el apoyo del presidente Trump”.
Qué mejor aval para la paz que el respaldo del hombre que convirtió los muros en promesas electorales y las bombas en tuits. Así se firma la paz en estos tiempos: entre cócteles diplomáticos, cámaras bien ubicadas y discursos que confunden el perdón con la foto.
Que no hablen de paz si aún cuentan las muertes por estadísticas
Una paz pactada no necesita silencio ni justicia; basta con un apretón de manos entre quienes la saben jugar al poder. Los muertos se entierran, las cifras se maquillan y los premios se entregan. La paz, al fin y al cabo siempre encuentra a sus amos.
La paz es de quien la trabaja, pero sus amos la juegan al azar: la negocian entre copas y discursos, para que el mundo crea que aún hay redención en el mercado de las guerras.
La paz dejó de ser derecho para convertirse en una marca registrada. Se vende en cumbres internacionales, se promociona con campañas de sonrisa y bandera, y se mide en encuestas de aprobación. Cada firma estampada sobre un tratado es una transacción más: la foto vale más que la palabra, y el silencio de los vencidos se convierte en el ruido de los aplausos.
Los medios la adornan con música solemne, los líderes la pronuncian con solemnidad impostada y las corporaciones la patrocinan como si fuera un perfume de temporada.
La paz, en estos tiempos, no se construye: se produce, se empaqueta y se distribuye al mejor postor.
Y mientras tanto, los pueblos que trabajan —los que ponen el cuerpo y entierran a sus muertos— miran desde lejos cómo sus verdugos levantan premios y reparten discursos sobre la reconciliación. Porque en el mercado de la paz, la justicia siempre está en rebaja.
No siempre fue tan descarado. Hubo un tiempo en que el Nobel de la Paz se otorgaba con cierta esperanza ingenua, como si aún quedara fe en el poder de la palabra. Pero hasta esos momentos tuvieron su ironía: Henry Kissinger en 1973 lo ganó mientras ardía Vietnam, y la academia lo celebró con aplausos, como si firmar un alto al fuego bastará para borrar los cadáveres.
Desde entonces, La paz aprendió a maquillarse. Se presenta con el rostro de los vencedores, se viste de diplomacia y se perfuma con discursos sobre el futuro. Ya no importa quien la merezca, sino quién se atreva a venderla mejor.
Porque la paz, en este siglo no se alcanza: se administra. Es un bien de lujo, una estrategia de campaña, un trending topic que se apaga al final del noticiero. Lo demás —el hambre, los escombros, los nombres borrados —no entran en el encuadre.
Que no hablen de paz si aún cuentan las muertes por estadísticas. Que no la premien si el aplauso se da en salones alfombrados mientras los pueblos siguen desangrándose en silencio.
La paz no se firma, se encarna. No se mide en tratados ni en discursos traducidos al inglés; se mide en el cuerpo que no huye, en la voz que no calla, en la tierra que no olvida.
Y cuando la paz se vuelve trofeo, cuando la reparten entre verdugos y espectadores, deja de ser promesa y se convierte en burla. Porque no hay nada más obsceno que ver los culpables posando como salvadores, mientras el mundo aplaude su espectáculo de redención.
Que se queden con su paz pactada —esa farsa premiada— los mortales aún tenemos que sobrevivir a ella.