Ciudad de México, abril 19, 2024 16:38
Junio 2020

Vecinos en cuarantena / La vuelta a la comunidad

Ningún futuro será posible sin esa comunidad de carne y hueso, presencial, real. Me niego a cualquier sustituto virtual que nos ofrezca mirarnos por una pantalla, porque defiendo que la comunidad es cercanía, contacto, cuerpo, sensibilidad, afecto, esa a la que podemos mirar a la cara y darle un saludo, un abrazo o un beso.

POR EMILIO MONTEMAYOR ANAYA

Es difícil imaginar la comunidad desde el encierro, la sociabilidad a la que estamos acostumbrados y dábamos por hecho, la que nos han dicho que no podremos recuperar, por lo menos no ahora, no pronto.

Hablo de comunidad no como la abstracción de los libros de sociología ni de las noticias periodísticas sino de la que estamos hechos en nuestra vida privada, nuestro entorno familiar, del círculo de amigos y de los compañeros de trabajo. De la comunidad que formamos parte cuando viajamos en metro, en bicicleta o en automóvil y compartimos el tráfico sofocante con muchos otros. Cuando salimos a la tienda de la esquina o al parque y nos cruzamos con los vecinos y viandantes de la colonia o el barrio. Cuando entramos a un mercado, un bar, un gimnasio o una cafetería y coincidimos por un par de horas con otros desconocidos que decidieron estar allí al mismo tiempo que nosotros. Conforme avanza y se extiende esta cuarentena, esa comunidad se vuelve un recuerdo que va desdibujándose hasta convertirse en algo parecido a una ficción.

Resistir un retiro en casa no sólo implica, en mi caso, tratar de seguir una rutina diaria que lo mismo echa mano de deberes que de placeres, desde qué ropa vestir que combine camisa con calcetines o poner la mesa para comer como si hubiera invitados, hasta reunirse virtualmente con amigos mientras las botellas de ginebra, esas sí reales, se van acumulando.

El trabajo en casa no es problema ni novedad, una cuestionable “ventaja” de ser frelancer. Pero soy consciente de que esas son crónicas desde el privilegio que de ninguna manera transforman nuestro encierro en una situación deseable ni gozosa. Sigue siendo encierro. Huele a encerrado. Y aunque seamos capaces de mantener nuestros cuerpos a resguardo la mente rehúye quedarse en casa, aunque tengamos entretenida con libros, series televisivas, películas, imágenes y noticias que circulan profusamente a través de la red. Mantiene siempre un instinto que se escabulle por la ventana y nos empuja a recordar nuestra vida afuera, que es una falacia que nuestro hogar sean estas cuatro paredes y que nuestra casa es, en realidad, la ciudad entera. ¿Cómo imaginamos ese regreso al espacio exterior?

Mucha tinta ha corrido en este retiro aventurando futuros diferentes, desde quienes anhelan una relación menos invasiva con nuestro entorno hasta los que se regodean en una sociedad mucho más controlada donde la distancia se convertirá en norma; pero esas visiones comparten la misma convicción de que nuestro sistema de vida no puede seguir siendo como antes, bajo riesgo de que amenazas como estas se vuelvan cada vez más frecuentes.

Por mi parte, reconozco que no soy profeta ni fantaseo entre utopías humanistas ni credos revolucionarios. Pero, desde mi encierro privilegiado, solamente una convicción mantengo (o más probablemente, me mantiene): ningún futuro será posible sin esa comunidad de carne y hueso, presencial, real. Me niego a cualquier sustituto virtual que nos ofrezca mirarnos por una pantalla, porque defiendo que la comunidad es cercanía, contacto, cuerpo, sensibilidad, afecto, esa a la que podemos mirar a la cara y darle un saludo, un abrazo o un beso. Si no mantenemos eso, sino regresamos a eso, habrá desaparecido lo que nos hace humanos.

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