EN AMORES CON LA MORENA / Ver llover y mojarse
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Foto: Francisco Ortiz Pardo
Traslucía una mujer con paraguas y las gotas habían quedado impregnadas en el vidrio. La imagen tenía en realidad dos planos aunque aquí solo puedo presentar uno. Asomarse era opcional. Y yo decidí entonces mojarme para vivir de veras la tristeza, pero de mi propia vida.
POR FRANCISCO ORTIZ PARDO
Bésame fuerte antes de irte, tristeza de verano.
Lana del Rey.
Un niño con rizos de miel colocaba las rodillas en su almohada y apoyaba los codos en el incómodo borde de una cabecera de yeso para contemplar desde ahí, en silencio que es un decir, el aguacero que caía sobre los eucaliptos frente a su casa. Por momentos fijaba la mirada en los charcos que se formaban en los irregulares andadores, fracturados por las propias raíces de los árboles monumentales. Y se quedaba ahí, trazando la melancolía de algo que para él no existía del otro lado como su vida propia. O imaginando si en realidad existían otras vidas ya no en el cielo sino más allá del vidrio, mientras por sus fosas nasales se internaba un aroma ácido por el contacto de la humedad con la cornisa de metal. Y al final, sintiendo que solo así quedaba protegido de su propia vida, como en aquella Afuera de Caifanes, apretujaba sus labios gruesos y esperaba a que todo y nada pasara.
Más de un siglo antes, Van Gogh pintó Lluvia desde la ventana, encerrado entre las cuatro paredes del cuarto de hospital del Asilo de Saint-Paul-de-Mausole, donde se internó por decisión propia; de sus miedos surgió la reinvención impresionsita de poner un efecto de lluvia a varias de sus obras, en contraste con los óleos expuestos a la vida parisina y sus tertulias de cafés o tocando las estrellas en una noche al aire libre, allí donde pululan las bacterias y los virus.
Desde esa creatividad del miedo, en nuestro mundo contemporáneo han surgido expresiones como “qué bonito es ver llover y no mojarse”, pero la paradoja es que también se ha dicho que el agua es vida y resulta que no se quiere hacer contacto con ella. Por más que llueva en Macondo, Mauricio Babilonia y su mariposaurio solo existen si quitamos las mamparas.
En realidad no hay razón de peso, desde la ciencia psicológica, que vincule per se el clima con el estado emocional de cualquier persona. Si así lo fuera por definición, no habría niños gozando con el brincoteo en los charcos ni el consiguiente regaño de sus papis. Lo que hay son historias, y la de Van Gogh fue, hasta donde se sabe, una historia trágica que se quedó tan lejos de los campos de algodón que pintó que no vendió en vida ni un solo cuadro suyo. Pero la lluvia es funcional para quien la describe en una novela, un cuadro, una película o incluso una obra de teatro.
En casa llamamos “lluvia en tus ojos” a este sentimiento de belleza, una triste dulzura que se siente al ver el atardecer. Quisiera que este espectáculo fuese como una caricia: simple, directa, llena de sensualidad y ternura“. Daniele Finzi Pasca
Woody Allen terminó Medianoche en París proponiendo la lluvia como la metáfora de quien se atrevió a empaparse como consumación de la vida.
Clotilde en su casa, una obra de Ibargüengoitia que se presentó un día de hace muchos años en el viejo Teatro del Bosque, trastocaba desde un hiperrealismo la calma del espectador con el estruendoso golpeteo del agua sobre una duela que servía como la escenografía de patios coloniales de Guanajuato entre balcones y fuentes por donde escurría el agua y producía ambientes sombríos. En cambio, como parte de una trilogía sobre las fragilidades humanas, que es de lo que trata casi todo lo que hace, el genio teatral suizo italino Daniel Finzi Pasca montó Rain, una obra a la que describió con vida propia –onórica o surreal, qué más da– y solo inhóspita para los miedos y las lágrimas de cocodrilo:
Cuando era niño y llegaba el primer temporal del verano, me daban permiso para salir al jardín a jugar y empaparme bajo la lluvia. Todavía amo esa sensación de libertad –zapatos llenos de agua, la ropa ensopada y el pelo chorreando. “Déjalo llover” solíamos decir. Era como si diéramos la bienvenida a todo lo que venía del cielo, sol o lluvia, no importaba. Cosas inesperadas pueden venir desde el cielo: mensajes, señales, promesas. En nuestro escenario, no sólo va a caer lluvia; algunas sorpresas se derramarán también. Hay una cierta manera de sentir en este espectáculo, casi un sentimiento de nostalgia, como una extraña necesidad de retornar a la casa de donde venimos, la casa donde una vez estuvo la familia reunida, donde están tus raíces.
En casa llamamos “lluvia en tus ojos” a este sentimiento de belleza, una triste dulzura que se siente al ver el atardecer. Quisiera que este espectáculo fuese como una caricia: simple, directa, llena de sensualidad y ternura. Los protagonistas de esta aventura aparecen y miran a los ojos a la platea desde el proscenio. Empiezan un diálogo con los espectadores hasta que son tragados de vuelta por las imágenes surreales de la historia. Si tuviera que describir este espectáculo, diría que está lleno de esperanza, alegría y añoranza; y hecho de la misma materia que las historia de mi abuela. Se lo dedico a todos aquellos que aman empaparse bajo la lluvia.
La versión del niño detrás de la ventana contemplando la lluvia y “las otras vidas”, fue tema recurrente en múltiples sesiones durante varios de mis años en psicoanálisis hasta que un día desapareció con la resolución de mi existencia en las entrañas de mi madre mientras morían estudiantes en Tlatelolco y mi padre recibía un balazo. Con décadas de experiencia en el manejo de la conducta humana, ante mis ilusiones mi analista catafixiaba el complaciente “producto milagro” de cara a un Freud que miraba implacable con su puro durante una larga pausa de silencio (aquí el lector puede imaginarse la divertida escena de un Woody Allen volteando hacia todos lados para encontrar, sin conseguirlo, el rostro del terapeuta). “¿Sería hermoso, verdad?”, lanzaba ella finamente la pregunta, desprovista de paraguas y consejos y convertida en la mejor arma que me legó para un día dar por terminado un largo proceso que me dejó por lección para siempre que los momentos de alegría –y sus oportunidades– son de quien los trabaja.
En el verano de hace cinco años logré fortuitamente una fotografía de lo que parecía una tempestad detrás del vidrio de un Starbucks donde los clientes quedaban a salvo con todo y sus computadoras portátiles. En la imagen que capté traslucía una mujer con paraguas y las gotas quedaban impregnadas en el vidrio. Constaba en realidad de dos planos -el de adentro y el de afuera– aunque aquí solo me es posible presentar uno de ellos. Asomarse a la calle era opcional. Y yo decidí entonces mojarme para vivir de veras la tristeza, pero de mi propia vida.