Ciudad de México, abril 19, 2024 02:38
Opinión Mariana Leñero

Ya verás que aprenderás

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De nuevo a revisar el cuaderno de recetas y notas manchado de tomate y grasa y seguir intentando.  Fue así como aprendí a cocinar o al menos, eso creo.

POR MARIANA LEÑERO        

El arte culinario no ha sido herencia familiar y tampoco de mi interés. Sin embargo, al venirme a Estados Unidos tuve que enfrentarme a la necesidad de aprender a cocinar.

Llegaron a mi auxilio, mi comadre, mi adorada Paulita y por supuesto mi suegra. 

-No te preocupes, ya verás que aprenderás.  Me decía mi suegra.  Comienzas con lo básico.  Cortar por aquí y por allá y cocinarás después sin sufrimiento. 

Empecé con gusto.

-Pendeja no soy, pensaba. Si hice una maestría, a huevo que aprendo a cocinar.  

Pero ni con mi cuadernito de recetas y notas, cubierto de tomate  y aceite me salían los platillos.  Arroz embarrado, carnes duras y secas, sopas insulsas o muy saladas, en fin, un desastre. El “ya verás que aprenderás” no era más que un deseo que se iba perdiendo a lo lejos.

Una tarde Ricardo llevó a la casa sándwiches de Subway. Mis hijas lo miraron felices.  

-Así descansas, me decía amoroso.

Pero estoy segura que el que quería descansar era él.   Los sándwiches fueron todo un éxito y el precio era moderado.  En un abrir y cerrar de ojos nos convertimos en clientes asiduos. Conocimos todas las combinaciones, hasta los sándwiches de albóndigas. Las señoritas les hablaban por su nombre a mis hijas y sabían ya nuestros gustos. Éramos toda una familia.  

Como era de esperarse terminamos asqueados. Un día en mi visita a Costco mis hijas encontraron la solución: las muestras de comida que unos angelitos con gorra de baño y guantes anti bacterias les ofrecían con misericordia: galletitas con quesito de cabra, salchichitas sabor a manzana, barras de granola para atletas. 

Nos volvimos clientes frecuentes. Mis hijas crearon un sistema particular. Como parte de un batallón, al llegar a la tienda, se separaban. Iban al ataque. Con sus caritas de perrito hambriento decían que su hermanito, (uno, dos o tres dependiendo del hambre) estaban esperándolas y que les llevarían una muestra también.  Al terminar, se reunían en su lugar secreto para intercambiar lo recolectado. Yo las miraba con vergüenza pero confieso que también con tranquilidad; podía saltarme un lunch o una cena, pues quedaban bien llenitas.

Pero lo mucho no es bueno y de nuevo tuvimos que parar.      

Llegó a mi salvación IKEA.   Una tienda de muebles Sueca. Tienen al final de las cajas un tipo “restaurante” donde venden hot dogs a dólar, albóndigas de caballo, mermelada de frambuesa y puré de bolsita.  A mis hijas les encantaba y además era económicamente accesible.  Por menos de 10 dólares comíamos las tres. Seguro la carne de caballo es barata.

Tenía la opción de llevarme las albóndigas congeladas, el puré de bolsita y la mermelada de frambuesa que le poníamos encima. Así podía combinar los sándwiches de Subway, las muestras de Costo, las albóndigas de IKEA y algunos de mis platillos que poco a poco mejoraban, o eso creo.  Estaba aprendiendo a sobrevivir.

Pensaba que mis hijas no me delatarían porque no se quejaban y era probable que tuvieran la falsa idea de que todas las mamás americanas alimentaban así a sus hijos.  Pero cuál fue mi sorpresa que un día, pasando por la sala, escuché a Regina hablar por teléfono.

Le había marcado a su abuelita y en susurros le decía:

-Abuelita, por favor ven a cocinarnos, porque mi mamá nos hace comer comida de tienda de muebles. 

La verdad había salido a la luz y aun cuando su comentario me puso una sonrisa en la boca más que de vergüenza, me empujaba a volver a buscar cumplir el deseo de: “ya verás que aprenderás”. De nuevo a revisar el cuaderno de recetas y notas manchado de tomate y grasa y seguir intentando.  Fue así como aprendí a cocinar o al menos, eso creo.

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